Descubrimiento

5 enero 2023 10:23 pm

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Por Juan Sebastián Padilla Suárez

En la entrada del 7 de octubre de 1956, Bioy Casares apuntó en su diario que Borges, a propósito de una conversación sobre un pasaje de Los viajes de Gulliver, le contó una anécdota del subterráneo sucedida en la mañana de aquel día. Escuchó a un chico preguntar: “¿Cuánto falta para Palermo?”, y repitió: “¿cuánto falta?”, y después, riéndose, llegó a “¿cuánto flauta para Palermo?”; y, supone Borges, quizá el chico hubiese llegado a “cuánta flauta”. Con tierna resignación terminó la historia: “Era un momento importantísimo en su vida. Estaba descubriendo que había palabras parecidas y que ponerlas juntas era gracioso. No, era mucho más: estaba descubriendo la literatura. Los padres no le hacían caso. Hablaban entre ellos. Yo quise mirarlo, para reírme con él. No lo vi”.

Aquí, Borges se refiere a la cadencia de las palabras, aunque no diga sobre el goce del oído; también a la inocencia con la que el chico modifica el lenguaje para diversión suya. En ese juego de palabras hay una inocencia que busca transmitir el mal rato de la espera, de la impaciencia para llegar a casa (supongamos). El chico se siente libre como el viento para alterar la sintaxis a su antojo, a pesar de ignorar la palabreja, y cuando la altera, engaña, pero con una sencillez mágica. Y así como el poeta, el chico modifica la realidad, la suya, en este caso, y hace más ameno, esperemos que sí, el viaje a Palermo. Pero no solo descubre la literatura, va más allá: la inventa. En su invención descubre la belleza de las palabras, y en las palabras descubre el medio para expresarse. O el fin.  

Pero hay algo más en la anécdota. Pensemos en las frases poéticas que encontramos ─descubrimos─ todo los días, frases que coronan lo cotidiano, porque casi siempre sentimos que lo de allá, lo que está afuera, no nos pertenece. Sí, esas frases contienen una realidad recordada o inventada que nos resucita del desmayo y nos conecta. Es la literatura misma salvándonos la vida. O salvándonos de ella. Y es curioso que no se trate de libros, de doctos libros, o sea, de escuchar con los ojos, sino de caminar por la calle y ver con los oídos esa confusión de realidades paralelas, la del otro y la nuestra, y ese otro, para colmo de la hermosura, ignora, como el chico del subterráneo, qué es la poesía, qué es la literatura.

Hace unos días subí a un bus, me hice atrás. Era el único pasajero. Más adelante se subieron tres señores. Retomaron la conversación que traían. Un reencuentro de viejos amigos, según alcancé a escuchar. De viejos, amigos. A lo mejor se toparon en algún lugar y uno de ellos ofreció su casa para intercalar recuerdos. Toda mi atención estaba en husmear lo que decían, me contagió la emoción con la que se miraban. Los envidié. Envidié esa emoción de los reencuentros. Vi que hubo un silencio, y para deshacerlo, uno de ellos dijo: “¿si supieron que Pedro se murió?”, y le respondieron: “¿otra vez?”, y él insistió: “no, pero esta vez fue de verdad”. Me tapé la boca con el antebrazo para reír tranquilo. ¿De qué cuento fantástico se habrá escapado esa escena maravillosa?

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