Ochenta fotos y dos billetes

10 septiembre 2023 3:54 am

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Por Juan Sebastián Padilla Suárez

La historia me la contó Lucy hace tres años. Pensé escribirla como cuento porque creía que era bellísima. Lo sigo creyendo. Y aún quiero escribirla, pero ahora simplemente la referiré porque abandoné la ambición de consignar todo en un cuento. O aprendí, más bien, que en la escritura no manda uno sino otro, no sé quién, alguien más inteligente, seguro, que es dueño del albedrío de la mano y sujeta la jornada del papel. Recuerdo que por esos días conté la historia a dos o tres personas. Una de ellas escribió un poema que sospecho sigue guardado entre las sabias páginas de un Almanaque de Bristol. Yo no fui capaz, como ella, de arcillar la emoción en algo más. La literatura no merece todas las cosas que vivimos. Corrijo: tal vez todo lo que nos sucede es literatura y está de más escribirlo.

No me alcanza la memoria para asegurar si fue en hora de almuerzo o en algún encuentro de pasillo, pero, en una de esas digresiones de oficina, Lucy me contó que la noche anterior un incendio había dejado en la calle a una familia del barrio. Jueputa, le dije —supongo—, qué pesar, ¿y murió alguien? Dijo que no, que todos vivos. Eso sí lo recuerdo. Pero Lucy seguía hablándome como si la amargura le venciera el pecho. Cada tanto, mientras me miraba, batía el delantal con semejante desespero que llegué a pensar si todavía la casa de esa pobre familia estaba sitiada por las llamas. Y jodiendo se lo pregunté. No le gustó que la interrumpiera y prescindió de los detalles para contarme lo que en realidad le parecía una tragedia.

Me dijo que en la casa vivía una pareja de ancianos, la señora no sé de cuántos años y el señor de ochenta. No es que haya olvidado la edad de ella, es que Lucy misma no la sabía. Y que el simple descuido de un fogón de ladrillo hizo que el fuego saliera desbocado por todas partes. Cuando reaccionaron ya no había tiempo de nada, escasamente de correr y salir. Por el brillo caliente los vecinos se enteraron y llamaron a bomberos. No llegaron a salvar la casa sino a evitar que otras se desvanecieran igual. Y usted puede creer, me enrostró Lucy, que la preocupación del barrio no era por los viejos sino por los benditos chiros y corotos que se quemaron; que dónde iban a dormir, que el radio, que la nevera, que ni una cobija para la noche. Pues claro, Lucy, le dije, imagínese si no. Pero Lucy ignoró la pendejada que le respondí y siguió.

Me dijo que el viejo estaba desconsolado en los hombros de su mujer por otras cosas más importantes, que lloraba a gritos por ochenta fotos y dos billetes. Nadie le daba razón y trataban de consolarlo. La única que le preguntó fue Lucy. Le contó que las ochenta fotos eran de un álbum que la mamá empezó desde su primer año de vida hasta dejarlo huérfano a la temprana edad de sesenta y siete años. Porque la madre nunca muere, sino que nos deja solos, me explicó Lucy quejándose con las manos. Según entendí, el hombre siguió tomándose la foto hasta entonces. Y espero que hasta hoy.

Y los billetes qué, le pregunté. Sin saber qué era peor, si eso o lo de las fotos, me dijo que al viejo le pagaron veinte mil pesos por desyerbar un patio, pero que el dueño de esa casa no tenía sencilla en el momento, así que le pagó con un billete de cincuenta y el viejo se comprometió a entregarle el cambio al otro día. Los billetes se quemaron esperando dentro de una biblia, como si de un compromiso sagrado se tratara. A lo mejor es de los últimos mohicanos que respetan el valor de la palabra. Ojalá siga vivo.

Y lloraba y lloraba como un niño chiquito, decía Lucy casi remedándolo. Gritaba que lo había perdido todo: su madre —otra vez— y su honradez. Que qué iba a pensar el señor que lo contrató por no poder devolverle los treinta mil pesos, que nadie más le iba a dar trabajo y que le dirían ladrón.

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