sábado 15 Nov 2025
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Glosa a Los iniciados

21 septiembre 2023 1:18 am
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Por Juan Sebastián Padilla Suárez

Lo primero: no tengo equipaje para aventurar una crítica porque no soy fustigador de cine. Tampoco presumo el acervo literario para concluir juicios sobre el contraste entre el corpus de novelas y el guion de la película. Aunque el mismo Mario Mendoza pidió olvidarse de las lecturas, así que no es requisito inamovible conocer los cuatro libros que sustentan la narración. Admito, de paso, que solo he leído Satanás, Cobro de sangre y Relato de un asesino. Les hice el atentado a otras novelas, pero las abandoné por indisciplina y aburrimiento, entre esas La melancolía de los feos y Diario del fin del mundo. Alego que las dejé porque repetían la técnica de otros textos suyos: estructura entreverada, suspensos predecibles y personajes cuasimodos. Sin embargo, y tengo que decirlo, defiendo y admiro a Mendoza por su devoción intelectual y, principalmente, por no sucumbir aún a la sicaresca y a la engañifa del escritor afligido por el conflicto armado, como otros cuyos nombres olvido por razones que Freud conoce.

Escurrido el bulto, puedo decir que la película me pareció aburrida y mala. Hay varias cosas. El abismo entre argumento y guion: el segundo no alcanza la pretensión del primero, como la cobija que no tapa los pies; ideas mal planteadas que restan peso; conversaciones forzadas que empobrecen las actuaciones (aunque hay actuaciones malas, sin ambages); personajes someros que solo dicen cosas y hacen gestos, mas no suscitan emociones ni empatías. Además, no hay una construcción convincente ni rigurosa de las historias que se bifurcan para luego enramarse sucesivamente. A lo mejor hubo intento. Y no sé, como he leído por ahí, por qué le atribuyen méritos por las escenas nocturnas y por la lluvia de mangueras rotas, y ensalzan todo con el mote de “estética neo-noir”. Tal vez neo-exotismo, a juzgar por la renta del concepto ambientalista y del sambenito apocalíptico.

Ahora una repulsión mayor. Creo que los opinadores se dejaron arrastrar por el alud de la dulzona y contagiosa socialbacanería, pues abunda la hermenéutica en la valoración: todos los vacíos narrativos los rellenan con una exégesis traída de los cabellos. Me cuesta aceptar que las voces aduladoras celebren la película por “elementos sociales y políticos” y no por virtudes cinemáticas. Aunque ambas cosas ni se excluyen ni se contradicen, bien se podría destacar aspectos sociales y, al tiempo, admirar aciertos estéticos y narrativos. Qué apocado resulta reivindicar una obra meramente en términos sociológicos. ¿Adiós a la creación artística y bienvenida únicamente la reivindicación? Parece que la zalamería de las miradas críticas guarda tímidamente la esperanza de la ascensión social. Claro, cómo no, “debo opinar así para posar de biempensante y empático y no quedar como indiferente y apátrida”.

Revestir una obra de imposturas políticas es sugerirle al espectador que debe quemarse el foco exprimiendo interpretaciones. Nada más contrario al espíritu creativo. Asignarle responsabilidades al arte es limitarlo, agotarlo en ideas y reducirlo a sonajero. Y por eso se nota en la película demasiado cálculo en crear algo trascendente. Entonces tropiezan, duele decirlo, hasta los mismos actores cacareando pendejadas como el tal “homenaje al periodismo” o la sensiblera “oda al agua”. Por dios, cuál homenaje y cuál oda, no es lo uno ni lo otro, la película es un desacato con ínfulas artísticas y sociales, ni siquiera logra comunicar el caos que debería ser la racionalización del agua potable. Y hay otros ditirambos peores, como la “exploración de las diversas facetas de la condición humana” o la “inclusividad” por el personaje de Mónica Perea.

Renuncien a los elogios que acumulan alabanzas hiperbólicas, así tengan que estar en la orilla de la siempre honrosa minoría. Ya está bueno de anteponer el mensaje a la estética. No se caguen en el arte así. El arte no tiene compromiso con nada. El arte es subversivo, ajá, pero también inútil, y son los poderosos quienes, precisamente, con un discurso pragmático y estéril le han querido endilgar, óigase bien, el oficio de “producir” cosas útiles. Esa sí es una grotesca banalidad. El universo simbólico del artista, ese que plasma en su obra, no está para producir cosas que satisfagan los criterios de nadie.

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