Texto publicado originalmente en El Magazín Cultural de El Espectador
Sebastián Padilla
Es tradición vincular aquel término con acontecimientos absurdos. Pareciera un adjetivo: ¡esto es kafkiano! Pero designar con esa mística palabra determinadas situaciones no pasa de ser una convención de pacto y consenso. Podría ser otra cosa. Tal vez una metáfora: hay una conexión íntima entre las imágenes que evocan lo kafkiano y lo absurdo. Como la noche secreta de la soledad y la luna. Por eso decir luna solitaria o realidad kafkiana sería un pleonasmo ordinario. Algo más puede servir de sustento: Kafka asimilaba la vida a un teatro de oscuro telón donde nos encontramos naturalmente en escena. Y en esa gran representación universal, se entrevé en su obra, no hay candidatos, todos somos tomados, únicamente se nos pide recitar el papel de nosotros mismos: si confrontamos, morimos; si actuamos, sobrevivimos. Entonces lo kafkiano encierra todo, no es un simple atributo, es la vida misma como símbolo de la pesadilla.
Hay un cuento que presume esa pesadilla kafkiana de representaciones abominables, castigos enigmáticos y culpas indescifrables. Hablo de El despertador, de Carlos Alberto Castrillón. Apareció por primera vez en mayo de 1988 en una compilación que la Universidad del Quindío hizo de los cuentos ganadores del Primer Concurso Regional del Cuento “Euclides Jaramillo Arango”. Con el seudónimo Rakontanto II, obtuvo el primer puesto por unanimidad del jurado. Importa señalar la fecha de publicación porque este cuento irrumpió en la disímil narrativa quindiana con un estilo que transita la senda brumosa de la perplejidad, aquella que se sirve de los intersticios de lo cotidiano para urdir la fábula siniestra. Es un relato que juega entre lo risible y lo perverso, piedras angulares del estercolero cósmico que el hombre moderno alardea habitar.
El fondo del escenario es borroso. Podría haberle sucedido a cualquier persona en cualquier lugar: un despertador entra en conflicto con el tiempo y causa el preciso retraso que le hará perder el trabajo a Bernetet, el héroe derrotado de esta historia. Pero duda si de verdad sonó. Incluso cuando despierta siente una leve complacencia porque cree que se adelantó a la hora. Sin embargo, ve el polvo de la luz gravitar en todo el cuarto. Mira el reloj, el “feo reloj”, y se entera que hace media hora debió estar ocupando su silla en la recepción de quejas de la Corporación Aunt. Siente desamparo. Si bien es un acto que ejerce más por imitación y chantaje que por voluntad, el trabajo para él es la primera ley de su actividad y comportamiento, y es una de sus principales razones para correr.
Parece que el episodio guarda semejanza con otro: el despertador debía sonar a las cuatro de la mañana, pero las manecillas imperturbables marcaban las seis y media cuando el bicho monstruoso se despertó convertido en Gregor Samsa. Pasa más: ambos tienen la ingenua certeza de que llegarán a tiempo a sus destinos. Gregor piensa que dándose prisa podrá estar a las ocho en la estación; Bernetet, por su parte, cree que el primer taxista que pare lo llevará al trabajo en la mitad del tiempo acostumbrado. La suerte es otra. Cuando Bernetet llega a las enormes puertas del edificio, advierte que ha sido reemplazado por el mismo hombre que todas las mañanas lo saludaba en la entrada.
Pero no es un vigilante quien lo reemplaza, sino alguien que se apostó allí puntualmente, durante tres meses, a la espera de que algún funcionario perdiera su empleo a causa de una ligera demora. Sus antiguos compañeros de oficina, que antes lo trataban con camaradería y bromas afectivas, lo despachan con un indiferente saludo. En cambio, el otro, el nuevo funcionario, que antes era tratado con desprecio, es consumido en la intimidad de la vida corporativa con gran entusiasmo. Luego acude a su superior para una explicación y este le comunica algo que todos sabían (incluso el relojero que más adelante compone el despertador): según cláusulas contractuales, una hora de retraso era suficiente. Y aquí una sombra de Kafka: Josef K (El proceso) es arrestado en su cuarto y todos parecen saber la razón, su casera, sus vecinos de pensión, los ancianos que husmean desde el edificio de enfrente, el pintor, el abogado. Todos, menos él.
Después emprende el fatigoso periplo, que a lo mejor no sea necesario dilapidarlo en pormenores, salvo la mención de algunas inquietudes que intriga la historia. Pongamos el caso del tiempo que, según el relojero, se divorció del reloj. Con tono displicente, el artesano alega que por su naturaleza inmóvil el tiempo no se hizo (¿por quién?) para ser medido, y que los relojes lo dañan obligándolo a marchar a un compás que no es el suyo. Sabemos, por tanto, que tiene ante sí a otro enemigo, y se cuestiona: “Sólo piense: anoche le di cuerda al reloj, puse las manecillas a la seis en punto, descorrí la palanquita del seguro y me dormí. No hubo golpes, todo normal. Y cuando desperté, ya no tenía empleo. ¿Tiene alguna explicación?”. Para burla suya, el relojero le muestra con unas pinzas un pequeño trozo de alambre encorvado (germinado de la nada) que le había impedido al martillo golpear el timbre.
Y en ese pleito con el tiempo hay varios síntomas de lo fantástico. La disertación del relojero es uno de ellos. El propio relojero lo es. Se huele porque no puede ayudar a Bernetet con su problema, visto que, en la noche, cuando se dispone a dormir, le da cuerda al reloj, pero quince minutos después estalla el timbre; vuelve a ubicar las manecillas, y nuevamente suena. No puede caer en el sueño porque el despertador taladra cada que deja de mirarlo, aunque se aplaca en presencia de otras personas. Más tarde, el relojero devela que está al tanto de la situación de Bernetet: “Los designios del tiempo son inescrutables. Vaya donde Aunt, tal vez allá le puedan aclarar algo”. Cuando regresa a la recepción de su antiguo trabajo, se acerca a la casilla del hombre que lo había reemplazado y se queja de su problema. Tampoco puede ayudarlo. El nuevo empleado etiqueta el reloj y le dice que vuelva dentro de quince días.
Bien. En ese abismo, como lo sugerí atrás, resuena el eco de las angustiosas situaciones que soportan el universo de Kafka: las constantes confusiones laberínticas, el vaivén presuroso en busca de respuestas, los caminos silenciosos, las calles ciegas, las infinitas escaleras que llevan a lo inaccesible, la sofocante jerarquización. Y la espera, la eterna espera que se confunde con la esperanza y resulta en un castigo humillante; a la vez, esa misma esperanza es la única dilación del acusado que, se sabe, ignora su culpa. Eso queda claro cuando a Bernetet se le acaba el dinero para los días desempleados y decide ir a montar guardia en Uncle, otra intrincada corporación de puertas descomunales; y cualquier mañana cree tener la suerte de conseguir el empleo porque el mensajero no aparece y está sobre la hora, pero, mientras cuenta los últimos segundos, aparece un hombre como un rayo con su tarjeta lista en la mano para hacer el registro. Aun puro de intenciones, es condenado y deshonrado; aun con iniciativa, es un inútil.
Son los gestos de la postergación, las pisadas del camino que conduce al juicio final. Con todo, asistimos a él, acompañamos al héroe desgraciado en su penitencia hacia el patíbulo. Porque la escena final es un abierto y ansioso símbolo de la horca. Así no sepamos o sospechemos de qué se le acusa, llegar tarde al trabajo no es, por supuesto, una razón suficiente para el hierro caliente de la vergüenza. O puede que sí, aun cuando él no sea consciente de la anonimia sádica de lo oficinesco, ese espectro cuya atmósfera está infestada de parásitos gigantescos que actúan como epígonos de los Atlantes para vetar la entrada. O la salida.
Ya al borde de estos apuntes, insisto en que el cuento de Castrillón logra representar la percepción de vivir en un mundo genuino, así el personaje se mueva en un plano mítico de hechos inexplicables o absurdos, no importa, es indiscutible que este resulta ser el mundo real. Se revela allí la visión de una existencia marginal y subversiva, pero no ajena. Hay escritores, por ejemplo, que ocultan o adulteran con su realismo especular a falta de comprensión sobre lo verdaderamente dramático de la vida cotidiana. A contramano, en este relato se percibe el auténtico mundo donde vivimos. Inhabitable para el hombre, por cierto. A pesar de ello, decidimos transcurrir en él. Es el mundo ancestral de los sueños cuyo lenguaje murmuramos y cuyas claves intentamos descubrir.
Castrillón amplia las posibilidades del lenguaje y encubre en las palabras una suerte de punto medio entre el símbolo y la alegoría: la alusión. Decir que en el relato sólo hay símbolos implica aceptar que hay certidumbre, porque hay símbolos que prometen, de alguna manera, seguridad. Y referir que es una secuencia de tropelías alegóricas sería injusto y desatinado, pues la expresión que consigue es más inmediata, es decir, más cercana a los gestos de la tediosa costumbre de vivir. Encima, el cuento tiene un mérito que con culposa frecuencia olvidamos: asume la irrefutable proposición de una realidad que, sin reparo alguno, el lector reconoce intuitivamente.
Resta una paradoja: el silencio. ¿Por qué no protesta? En las líneas finales Bernetet comprende que “vivir consiste en precaverse de la vergüenza”. Tarde ya, la vergüenza le sobrevive. Igual que al oficinista asesinado como un perro con un cuchillo en el corazón.