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Defensa de Ángel Castaño Guzmán

21 marzo 2024 3:57 am
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Por Juan Sebastián Padilla

Ángel no necesita que lo defiendan, entre otras cosas porque ya está viejo y además tiene el suficiente equipaje para aventurarse en debates de esta calaña. Pero siento un desprecio bilioso por la gavilla de mojigatos que se cree ungida con el sudor de las tetas de la Virgen María. Aunque antes me regodeara al calor de las masas y creyera en la santa voluntad de la turba. Mea culpa. Dudé si debía escribir esta nota, no solo por falta de obligaciones y exceso de tiempo, sino también, y, sobre todo, porque cuando se levantó el polvero en Equis fue tanta la gastritis emocional que me prometí esperar unos días; si después de la acidez aún quiero escribirla, me dije, pues la escribo. Lo olvidé. Qué va, una vecina de opinión en este diario publicó hace poco una columna sobre el tema y se me volvió a revolcar el estómago.

Pasó que Ángel publicó un artículo el nueve de febrero en la sección de cultura de El Colombiano, La consagración del escritor Arnoldo Palacios, lo tituló. Al tiro las pirañas de la cuenca envenenada se relamieron en improperios: racista, blancocentrista, ultraderechista, facho, uribista y otros igual de refinados. Me sorprendió la agudeza en la elaboración de esos juicios de altísimo valor, insultos todos imprescindibles en el sermón de los montoneros. Algunos críticos como Pedro Adrián Zuluaga y Mario Jursich metieron la cucharada en la algarabía para tratar de confundir con su clarividencia, pero terminaron resbalando en esa baba que les cae a chorros a los que intentan quedar bien con unos y otros. Intentan o tienen que, sea por la papa o la simpatía inútil.

Como todo en la inmediatez de las redes sociales, el berrinche duró un par de días. Colombia volvió a ser el paraíso de cucaña que el artículo de un periodista se atrevió a perturbar y la gendarmería de la corrección política, mazo en mano, continúo con su patriótica labor.

Ya sabía del artículo de Ángel, me había parecido honesto y puntual, pero cuando vi ese memorial de agravios en Equis regresé al texto, pensé que de pronto mi lectura estaba contaminada de mis acostumbrados caprichos, como suele estar; entonces lo releí un par de veces, incluso con algunas horas de diferencia para reposar la entendedera, y no, no encontré el tufillo apátrida para justificar esos infundios airados de los tirriosos. Ángel ubica al lector en el contexto: el Ministerio de Cultura ha dedicado el 2024 al estudio y difusión de La vorágine y de la obra completa de Arnoldo Palacios, a propósito del centenario de la publicación de la novela de Rivera y del natalicio del autor chocoano. Luego admite que hay razones para hacerlo, pero que el propósito es “exaltar libros que interpretan la filosofía del actual gobierno nacional”. Y centrándose en Palacios, hace una pregunta necesaria: por qué ha tenido menos relevancia que otros en el canon de la literatura colombiana. Ángel pone sobre la mesa la cuestión y ofrece unas conjeturas.

Comenta, por ejemplo, que Las estrellas son negras tuvo en su momento críticas ambivalentes y que fue el afecto político lo que sustentó el perfil literario de su autor. También recuerda otra verdad que parece incomodar: “la enorme importancia que tuvo para una generación de escritores y artistas la idea del compromiso intelectual”. Entonces deambula por los motivos que, posiblemente, hicieron que Palacios no tuviera resonancia en la nómina de escritores consagrados. Por eso mismo duda de la bondad del ministerio al “utilizar el pasado literario para afianzar ideas o figuras de proyectos políticos coyunturales”, y afirma que están convirtiendo a Arnoldo Palacios en una “bandera de las intervenciones del gobierno de Petro en el Pacífico colombiano”. Termina invitándonos a esperar el veredicto del tiempo para saber si Palacios quedará en la memoria de las generaciones. Es todo.

No sé si hubo imprecisión en algunos apuntes de Ángel. Tal vez. No me voy a poner de exégeta, no me corresponde. Lo importante, eso sí, es el acierto que hay en ellos y en el esfuerzo por exponerlos justo cuando discrepar de las ocurrencias chabacanas es motivo de lapidación. Yo veo una intención clara que no se esconde en ningún recodo: el homenaje del ministerio se enmarca en ese discurso embuchador de las sublimaciones del barro nacional, sin que ello sugiera, advierto, que no sea justo y merecido reivindicar sectores históricamente excluidos, como los afro e indígenas. Lo repulsivo es el arribismo de coto y paperas del gobierno y ver a un sacamicas como Juan David Correa haciéndole higiene a las porquerías del presidente. Me pegunto qué diferencia hay entre rechazar la mordaza de la censura en Planeta y ser un corifeo que canta y danza al sonar de la alharaca narcisista de Petro. La lengua es el azote del culo.

Hay una discusión interminable que Ángel alude apenas en el artículo, por cuestiones de espacio, supongo. Me refiero al compromiso de los escritores, un sofisma flemoso que los oportunistas sin hígado echaron a rodar para atender las desgracias del pueblo, ese mito bíblico indefinible y amorfo por el que se han desatado carnicerías espantosas. Encaramelados en los desajustes sociales convierten las roñas ajenas en motivo para ostentar sus habilidades de habladores empalagosos. Un discurso repetido y vacío que ya resulta cómico e insoportable. Aquí lo padecemos desde que las pandillas con ascendencia en Moscú y en Pekín hicieron sonar el cachivache ideológico en los setentas, a la sazón resultó una preceptiva del compromiso, del “arte revolucionario”, de los “intelectuales aliados” y toda esa mierda de embrollos para matricular la creación artística en la escolástica del patrioterismo que encuentra placer en lo pintoresco.

Por eso la pregunta de Ángel me parece valiosa y, aunque la haga sobre Palacios, no es nueva. ¿El compromiso político de un autor es garantía de su talante artístico? ¿Le otorga a ese autor alguna virtud estilística su consagración social y política? De ninguna manera. Ni la raza ni la historia de un pueblo son salvaguardas de habilidad en el arte. Hernando Téllez decía que el compromiso, la denuncia y todos esos embelecos no existen como “panacea estética” ni son un bálsamo secreto para convertir mediocres en genios. Aun cuando se empeñen en reemplazar el talento por el “toque nacional”. Y quizás sea culpa de ese provincialismo cultural que, a fuerza de hacernos parecer autóctonos, y ahondar en raíces que no tenemos, ha degenerado en pobrezas intelectuales. Por eso resultan a lo infeliz autores artísticamente irrelevantes (no digo que Palacios lo sea, tampoco aplaudo lo contrario) que son compensados por su compromiso social.

Un artista debe ser juzgado solamente por los valores estéticos resultantes de su propia obra, lo demás no importa, y esos valores no están al vaivén de la aprobación o el rechazo de las masas, cuya opinión es tan volátil como el antojo de los caudillos. No se puede reducir el arte a esas nimiedades de la política, tampoco subordinarlo a las arengas. El compromiso no contribuye si no a plagar de basura retórica la literatura. Decía el camarada Lenin de Maiakovski que no entendía sus poemas pero que estaban en la línea correcta. Y el rebaño de los confundidos repite como lora mojada el mismo paradigma para valorar las obras. Como los literatos que alaban a Rubén Blades por su abnegación en la lucha por la justicia social o a Residente porque se desgañita con las consignas en boga, si cantan o no vale huevo, según entiendo, importa que no le den la espalda a su época y que no sean indiferentes y no sé qué más pendejadas. Cantan o no cantan, es el maní.

Leí Las estrellas son negras en 2015 o 2016 por recomendación de un amigo de esos años, y de ahora, espero, y no encontré más que lágrimas humedeciendo cuadros crudos de la realidad marginal, descripciones hipertrofiadas (perfectamente narrables en pocas palabras) para meter el dedo en la llaga de la compasión y un dialecto folclorizado embutido en diálogos harto fingidos. Sin embargo, quiero releerla porque uno no se baña dos veces en el mismo río, encima los libros son tan bondadosos que se nos muestran siempre de diferentes formas. Están vivos. Y yo menos vivo. Así que algo nuevo encontraré. O no. En todo caso lo haré porque comparto la sugerencia de Ángel de confiar en el tiempo la responsabilidad de pulverizar el canon y apreciar la obra de Arnoldo Palacios en los términos que corresponda. Con todo, no sedo en lo que he dicho del compromiso.

El patriotismo es una lacra para la literatura. Escribir es comprometerse con uno mismo. Y con todos, de paso. Y eso debe bastar. La única responsabilidad del escritor es atender a esa necesidad íntima de su propia expresión, de sus aspiraciones estéticas. La literatura nace de los despojos de la pugna del hombre consigo mismo. En segundo lugar está la jurisprudencia social que arbitra la obra basada en criterios sacados del sobaco. Y si hay escritores que están comprometidos con su momento y su pueblo, bien por ellos, pero que los califiquen los historiadores con el rasero pertinente, no con las pautas de la creación artística. Hay que jubilar esa manía del arte filantrópico que con monótona frecuencia exige servidumbres y que pretende convertir al artista en un oficinista de buró, en un funcionario de la revolución.

Quise dejar para lo último, porque vale más el humo de una vela, algunos apartes de la columna publicada por el ministro meapilas en El Tiempo, el pasado 19 de enero, cuyo título, Las estrellas sí son negras, es un remilgo de contrabando. Correa no disimula la vergonzosa labor de escribir un gastado recuento de inversiones, con unas ínfulas que no distan mucho de las fórmulas mágicas de Petro: plata por aquí, plata por allá, plata para todos. En la columna se refiere a Arnoldo Palacios como uno de los más grandes escritores de Colombia, y me devuelvo: ¿a qué juicio obedece tal postulación? ¿A la denuncia social implícita en su obra o a sus calidades literarias? Sigo: “Palacios creó uno de los universos literarios más profundos y ricos del país”. Otra: “Debe leerse con mucha más convicción”.

Creo que el ministro pecó de generoso y lisonjero. No es lo peor, termina con esto: “Hace más de setenta años Arnoldo Palacios salió de su natal Cértegui para, después de un periplo lleno de vicisitudes, hacer su vida familiar en Europa a los casi noventa años”. Se desbocó el caballo, diría mi abuela. Recuerdo a Chéjov, que hasta los detalles de su agonía fueron amañados a conveniencia del realismo socialista como si hubiera tenido una muerte proletaria. Y se fue dándose un burgués sorbo de champaña. Ministro, Arnoldo Palacios no estuvo robando gallinas en Europa.

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