Juan Sebastián Padilla Suárez
Leí La vorágine en la adolescencia azarosa de un corazón apostado por el pandillaje bolchevique. Entonces era un asceta literario que renunciaba a todo lo que no despotricara de los gringos o agitara el incienso apestoso del patriotismo. García Márquez me estaba prohibido de soslayo por ser un filisteo de la godarria del Partido Comunista y por haber sido mecenas de chusmeros venezolanos cuando ganó el Nobel. Salvo la Oda a Stalin, no soportaba los poemas. Y denigraba de los poetas cantando los versos criollos de las canciones de Atahualpa Yupanqui. Compré la novela en el quiosco del pasaje Yanuba donde acostumbraba a mercar libros de marxismo. Ya había escuchado el insondable título y varias veces pensé llevarla, aunque no me decidía, sobre todo por las portadas escolares afeadas con mamarrachos alusivos a la selva. Pero el librero me insistió explicándome con una simpleza soberbia la barbarie del caucho a principios del siglo pasado. Y todo para los neumáticos de Ford y las bicicletas europeas, dijo. Era una trajinada edición de Oveja Negra.
Hace varios días terminé la segunda lectura que aplacé por años. Siempre supe que debía leerla de nuevo porque es un desacato absurdo que La vorágine sea tarea de bachillerato, igual que La transformación o El viejo y el mar. Por lo mismo desarrollé por mucho tiempo cierta aprensión ridícula contra Tomás Carrasquilla. Los profesores no saben leer a sus estudiantes para escoger lecturas de clase. Así que me dispuse como si fuera primerizo, haciendo esfuerzos por ignorar los apuntes al margen que acribillan esa edición que aún conservo, unas notas que ahora me parecen tan extrañas como el yo de aquellas tardes ingratas y despreocupadas. Sostuve el asombro hasta la última página. Asombro por el valor documental y el claro propósito de denuncia, sí, pero también por la preocupación estética de José Eustasio Rivera para urdir el lenguaje poético de unas imágenes que cifran con fidelidad esta malsana condición de bípedos desplumados.
El lastre de lo contingente ha exasperado las miopías literarias de los críticos que giran como corcho en remolino entre los mismos tópicos: que si es una novela romántica, realista, indigenista o terrígena; que si su carácter autóctono la hace precursora de una tradición discrepante de la literatura universal; que si es un manifiesto de soberanía nacional contrapuesto a la ficción misma del Estado, como dijo el poeta Rafael Maya. Todas esas cuestiones son menores. Unos han dicho que es la primera novela específicamente americana; otros la han guardado en el sanalejo del costumbrismo. Sin embargo, en el comienzo de la novela Arturo Cova huye de Bogotá, y no sale en busca de la selva sino del desierto porque seco tiene el corazón. En esa huida se conjura un periplo existencial de promesas e incumplimientos, umbrales inalcanzables y frustraciones inmanentes. Mejor dicho, un cansancio que no es físico sino vital.
Por eso, si de clasificaciones se trata, estaría de acuerdo con Rafael Gutiérrez Girardot: en La vorágine hay elementos modernistas como el nihilismo. Rivera escogió la selva como una metáfora. Y en eso consiste su grandeza: se valió de la situación histórica de un país en ciernes que se desconocía a sí mismo, con imprecisiones geográficas sin sospecho de delito y unos pueblos indígenas sometidos a oprobios descomunales por los capataces del caucho para desarrollar el escenario paralelo de un problema filosófico universal. Arturo Cova es el artista decadente que ha quedado huérfano de Dios; en consecuencia, se ve abocado a encontrar razones que justifiquen su experiencia de hombre. La pasión por “mujer alguna” no le basta, el amor que siente por Alicia no es más que el deseo deleuzeano por verla en el mismo estado que él. Y en su errancia hay un evidente esfuerzo por fingir para que su alma se sienta menos sola, mas donde pone la esperanza halla el vacío.
Por encima de ese vertiginoso ejercicio de asomarse al abismo interior para indagar sobre el desenfreno de pasiones y vicios, arrepentimientos y culpas, decisiones y dudas, elijo el lenguaje recio e inmejorable de la novela. Un lenguaje que no se limita a relatar acciones, sino que también hace que el espacio suceda, lo modifica; desaparece el peso de la realidad y se lo transfiere a las palabras para contar en imágenes: “Abreviamos las planicies a galope tendido”, “por encima de la platanera tendió más tarde la luna un reflejo indeciso”. O como cuando la noche hiere con sus gritos o la tarde se reclina en las paredes. La narración es sustituida —o complementada— por la construcción de imágenes: Rivera no relata, muestra.
Y todo resucita. Muertos que caminan sin pisar y que espantan la torada; muertos recientes que esperan su rigides; la mitología casera de las oraciones para revertir maleficios y hacerse invisible ante los enemigos; la inocencia oculta de preguntarles cosas a los fantasmas en nombre de Dios; la rienda violenta que en instantes hace pasar la llanura bajo los cascos; el caballo, rey de la dilatada pampa; vientos que le prestan sus alas a la candela; el viejo Zuleta que duerme enterrado bajo el mango grande y que por hijueputa lo sepultaron sin alpargatas nuevas ni le bailaron las nueve noches; la cárcel verde de la selva donde los árboles son contemporáneos del paraíso, esa misma selva solidaria que siente hasta el “dolor de la hoja que cae”, una selva que se pudre y resucita en ella misma; el río mudo que presagia la muerte; sombras alargadas por el sol que se esconde; las mariposas de alas azules de la visión ultima de los que mueren de fiebre; la sangre blanca de la shiringa.
Con asomo de burla, algunos hipersensibles han reprochado ese lenguaje, han pasado al tablero el uso gramatical y la adjetivación y la cadencia y prosa de Rivera. Lo que ignoran, a ciencia y paciencia (con conocimiento de causa y sin hacer un culo), es que en su fisonomía La vorágine es una novela, pero su fuerza rítmica le pertenece a la poesía. Y es esa retórica barroca la forma que le conviene al retrato de la selva y su infierno de hombres y esclavos. Ojalá los violentólogos y los pazólogos de la literatura de hoy se atrevieran a un lenguaje brutal y descarnado que haga manifestar las voces ocultas de la naturaleza, un lenguaje que trascienda el festín de intestinos que se dan los gallinazos con las pilas de cadáveres. A mí la belleza monstruosa y enmarañada del lenguaje de La Vorágine me supera y me hunde en la desazón de esta realidad que poco ha cambiado, con capataces y esclavos más cultos, con las mismas rapiñas fatídicas y el mismo frenesí por los bisnes ilícitamente lícitos.