Reflexiones sobre la muerte a propósito de la semana santa

7 abril 2023 5:44 pm

Compartir:

 

Por Francisco Cifuentes

Precisamente a la Semana Santa se le dice Semana de Pasión y, no justamente por el lado de la acepción que la liga con el placer de vivir, sino con el padecimiento del morir. Esto siempre me ha inquietado desde que era monaguillo o acólito en La Tebaida Q, cuando la parroquia de la Virgen del Carmen la dirigía el Padre Miguel Duque, que aún vive celebrando ahí cerca del Parque Sucre, en Armenia.  Quienes me acompañaban en este ejercicio de tocar campanas, rezar, ayunar y llevarle el agua bendita y el vino al sacerdote, éramos profundamente juguetones y alegres; para nada tristes y llorones, como posan la mayoría de los fieles, por estas épocas de abril meditativo y de arrepentimiento. Con el paso de los años, aunque he rezado, he orado, he sufrido y he llorado; precisamente lo que más recuerdo y valoro es el estado glorioso de la vida, con sus bellos momentos de alegría, risa, placer, bohemia, compañía familiar, el compartir con los amigos y el disfrutar de la esencia de la cultura y la naturaleza. Es decir, yo no quiero ni el dolor ni la tristeza, amo la alegría y la vitalidad. Y, esto no quiere decir, que soslaye el necesario enfrentamiento con las cosas crueles de la vida personal, social e histórica que a todos nos ha tocado vivir.

Aunque reconociendo y respetando alegorías, mitologías y lecciones que da la figura de Jesucristo y su tremendo trasegar hacia el calvario; no puedo estar de acuerdo con religiones empapadas en sangre, desde que se inician los mitos hasta que se terminan. No acepto ni el sacrificio de la encarnación de un Dios, que está hecho de lanzas, clavos, piedras, escupitajos y bofetones, ni el tributo sanguinario de los pueblos aztecas precolombinos, para hacer que por medio de la sangre se renueve el cosmos y prosiga la vida. Tal vez, por eso, muy allá en el subconsciente colectivo, en cada etapa de la historia se nos recuerda que estamos hechos de sangre, que la violencia es dizque inevitable, hasta surgir en el consiente, como categorías para pensar, mirar y trabajar, aquellos términos malditos de homicidio, suicidio, barbarie, crímenes de lesa humanidad, tortura, vejación, masoquismo y sadismo, entre muchos otros a los cuales han recurrido siempre los escritores, los filósofos, los historiadores y los líderes religiosos, para explicar el devenir de la humanidad.

Regresando a la intención inicial de este pequeño ensayo, acerca de algunas digresiones sobre la vida y la muerte, debo confesar que la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson (2004), no me gusta, me enerva ver tanta sangre; no puedo pensar que así uno llegue a amar la vida, que es lo que debiera ser el centro de una religión, precisamente hecha para gozo de terrenales. Más bien acepto el filme y el musical del Jesucristo Superestar de Norman Jewison (1973), con sus peludos, sus guitarras y su rock.

¿Porque nos han puesto a pensar tanto y desde siempre en la muerte, por lo menos en la cultura occidental? Talvez para podernos gobernar, para que viviéramos siempre con la espada de Damocles encima y, que el paraíso era simplemente un idilio de los comienzos y los finales inexplicables y, que la vida propiamente dicha, era mero sufrimiento. Precisamente por eso me adhiero a los vitalistas como Nietzsche, a los poetas y a los músicos que le cantan a la vida y al amor. Como aquel, me gustaría creer en un Dios que Baile y, además, que la muerte nos coja bailando. Ya dirán muchos, que esto es un adefesio y una blasfemia; pero, aquí, ni siquiera oso declararme ateo; porque como diría el cineasta Luis Buñuel “gracias a Dios soy ateo”.

Bien, pero el problema central aquí, es la libertad y la sabiduría humanas. Por eso es preciso citar el llamado “marrano de la razón”, por aquello de que era converso; cuando decía: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida” (Baruch Spinoza 1632-1677). Pero, la tradición nos ha llevado a meditar demasiado en la muerte, y los especialistas en el tema, fueron catalogado como Doctores de la Iglesia; respetando mucho al Doctor Angelicus Santo Tomás, ya que estudié en su universidad; pero lo hice razonable y alegremente para la vida. Por lo tanto, he reservado como lectura de la Semana Mayor, a un especialista en religión católica, como lo fue el Premio Nobel de Literatura (1998), el portugués José Saramago y, me voy a detener en algunos apartes de su magnífica novela titulada “Las Intermitencias de la Muerte” (Alfaguara. 2005).

La novela nos llama a meditar acerca de la vida eterna en la tierra, con todas sus vicisitudes y, para ello monta un relato y una gran disertación acerca de la vida, la muerte y la nada. Para empezar, recurre a una figura loca y elemental, muy común entre nosotros. Cuando los automovilistas acelerados, irresponsables y alicorados “… se desafían mutuamente en las carreteras para decidir quién va a llegar a la muerte en primer lugar.” (p. 13). Aquí nos insinúa que esta es la carrera de la vida y el acelere constante durante la misma; para tener que llegar siempre justamente a la muerte. Es decir, los seres humanos nos parecemos a esos conductores alienados; pero esta vez no por el licor, sino por las religiones.

En su trama aparece insólitamente “la huelga de la muerte” (p.17), algo así como un “estado de vida suspendida o la muerte parada” (p. 48), en un país donde por alegría o por desgracia nadie vuelve a morir. Y esto da lugar, entre otras cosas, a dos movimientos contrarios de ciudadanos:  Uno que pretendía “que con la simple acción de la voluntad se puede vencer a la muerte”. Mientras otro “proclamó que el mayor sueño de la humanidad desde el principio de los tiempos, es decir, el gozo feliz de una vida eterna en la tierra” (p. 18) ya se había conseguido. Con lo cual se acrecentó el nacionalismo a ultranza, queriendo ser como aquella nación donde la muerte estaba de vacaciones. Esto llevó hasta el punto de que unos “… activistas de unas cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la inclusión del derecho a la eternidad en la declaración universal de los derechos humanos…” (p. 156). Es decir, se trastoca la política y la ideología, para asumir semejante pretensión; que ha sido ordinaria en el hombre, pero no bandera de ningún partido.

Empezaron a preguntarse cuál sería entonces el papel de la Iglesia; “… pues si se acababa la muerte no podía haber resurrección, y que sin resurrección no tenía sentido que hubiera iglesia” (p. 45). He ahí como una novela desafía los fundamentos de la teología y pone a dudar a los correligionarios. Siempre se había considerad a un Dios dador de vida y Dios dador de muerte. Pero con el cese de funciones de la parca, el asunto quedaba muy cojo. Se presentaba así una fuerte contradicción con la realidad inevitable de otros tiempos y, así se llevaba por delante uno de los fundamentos de la teología y la religión cristiana, más caros.

También se cuestiona aquí el papel del Estado. Un aparato de siglos acostumbrado a montar agenciamientos para administrar y domesticar la vida a su antojo, precisamente apoyado en que ya venía la muerte inevitablemente, ¿ahora como actuaría? Se tendría que innovar la llamada “biopolítica” del filósofo francés Michel Foucault, extendiéndose eternamente, pero ya sin el desafío de la muerte. Por lo cual habría que encontrar otro fundamento, otra justificación, otro sambenito.

Así mismo, la llamada “necro política” del filósofo italiano Giorgio Agamben, tendría que reformularse; pues si esta era una práctica de los Estados, los ejércitos y muchos agentes de la vida diaria; cómo repensar ahora la situación, ¿si justamente su esencia se suprime? Es más, en la novela se llega a pensar en un golpe militar (p. 80), para exigir que la muerte regrese. Y ya lo dijimos, dos grandes teorizaciones de nuestro tiempo quedan heridas y, ahora a los gobiernos se les exige que se ocupen de ese fenómeno tan inusual: por un lado, se supone que hay quien pague más impuestos y por el otros, cómo asumir el tema interminable de los ancianatos, las enfermedades no mortales y las pensiones (p.111). Todo este galimatías justamente mucho antes de las pretensiones del virus del Covid-19, de las llamadas de Bill Gates para aminorar el número de habitantes de la tierra, de las revueltas en Francia por el aumento de la edad de jubilación y, por supuesto, antes de las discusiones económicas y políticas con el presidente Petro, para acabar con las EPS.

Y aquí es donde aparece la maphia (la mafia): se metió en el negocio de la muerte y de los ataúdes (p. 90). Pretendiendo hacer el trabajo sucio de la eutanasia, queriendo hacer una vez más una modalidad de los llamados “falsos positivos”; mientras la humanidad se debatía entre el temor a vivir por siempre y no morir nunca, con consecuencias totalmente inesperadas, nunca antes vistas. Pues hemos sido educados para la muerte y no para la vida. O habría simplemente que aceptar “… la inmortalidad en la patria que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y gratis para todo el mundo…” (p.29). Es decir, abrazar “una eternidad recientemente inaugurada” (p. 39). Entonces había llegado por fin el momento de salir a gritar y proclamar “… que, ahora sí, la vida es bella.” (p.29)

Se presenta así una diatriba novelesca contra la matemática y contra el cero; pues es uno de los pilares de la construcción numerológica. ¿Cómo así que de la noche a la mañana desaparece la nada y por lo tanto no queda sirviendo o no tiene figuración la representación iconográfica de la esfera, la redondez y el cero como tal? No existiría la realidad de lo máximo negativo, pero si el culmen de lo máximo positivo. Dejo a mis amigos especialistas en el tema, la alegoría de semejante paradoja, mientras yo me quedo con el relato y las especulaciones.

Mientras tanto, frente a la ciencia “hubo envidias, conspiraciones y hasta espionaje científico” (p. 99) de parte de las otras naciones. Cómo así que allí se había conseguido la vida eterna, ¿cuál sería la medicina? ¿O sería que por fin habían descubierto la piedra filosofal? Pero, es más, se trata de una pelea gruesa con la filosofía, sobre todo contra la metafísica. Aquí bástenos recordar a Miguel de Montaigne, el famoso escritor de los “Ensayos”, que ya había dicho en 1580, que “filosofar es aprender a morir”. Por lo visto, así estábamos tan apegados a tan necrofílica tradición, que ahora nos cuesta trabajo reflexionar apartados de la amenaza de la muerte y solo pensar a aprender, ahora sí de verdad, a vivir libremente. Esto llevó, en la novela en mención, a dividir los filósofos entre pesimistas y optimistas.

Si el hombre es el único ser que tiene conciencia de la muerte, entonces “… será la misma muerte la que mata a un hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo sabrá.” (p. 95). Por lo cual se habló de “las distintas clases de muerte” y, allá “cada uno con su propia muerte”.  Y en esta jerarquía existe “una muerte mayor”, la que se ocupa de toda la humanidad; la otra, la que se ocupa de cada uno, muy distinta de la que se ocupa de los seres animales y la otra de los seres vegetales. Y un definitiva “la última, la suprema, la que tendrá que destruir el universo” (p. 97). Todas estas especulaciones Saramago se las adjudica a quien en la novela denomina “el aprendiz de filósofo”, como para ir con modestia hacia el cuestionamiento de causas tan grandes.

Y, así, poética y filosóficamente nos dice: “Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tú le perteneces.” (p. 97). Por este camino nos lleva a pensar en la gramática, invitándonos a concebir “…la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya”. Y todo esto se hace con palabras, que son la herramienta de la literatura y de la filosofía; “…porque las palabras se mueven mucho, cambian de un día para otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas…” (p. 148)

Entonces, los humanos se vieron abocados a pensar: De dónde vino la muerte y de dónde vino la vida eterna, como un problema religioso, como un problema científico y como un   problema metafísico (p.176). Pero aquí llega la poesía que nos gusta tanto, a meter basa en el asunto: “La muerte solo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”, como sabiamente lo apuntó el escritor francés   André Malraux.

Saramago, en su diatriba contra la religión, supuestamente nos montó en discusión absurda y blasfema; pues se suponía un Dios ausente, desaparecido, ya no omnipresente, por fin alejado de su segunda gran función, como dador de muerte. ¿Dónde quedaba entonces el problema básico del paraíso prometido? Respondiendo sencillamente que la “abolición de la muerte … era obra del diablo” (p. 159)

Saramago por la vía de la fantasía fustiga a la sociedad, al establishment, al poder, al Estado, a las religiones, a la Iglesia católica en particular, a la ciencia, a la historia y a la filosofía; desde sus novelas: El Ensayo Sobre la Ceguera con la peste blanca mucho antes de la aparición del Covid; con Ensayo Sobre la Lucidez advirtiendo acerca de la abstención total en una democracia falseada que se nutre de las elecciones, incluso obligatorias en muchos países. Y así sus novelas más religiosas, incluso cómicas, pero de gran sabiduría y belleza literaria, como lo son Evangelio Según Jesucristo, Caín y Las Intermitencias de la muerte.

Continuando con la trama de la novela, la peor de las noticias, es cuando aparece el cartero de mal agüero, informando a cada una de las personas o en forma aleatoria, cuando se iban a morir (p. 178 s.s). Y ahí es cuando recuerdo esta cita: “Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte” del penador francés Blaise Pascal.

Qué problema, pues a diferencia de la vida, la muerte lo sabe todo y fuera de eso nunca sonríe (p. 181). Por eso llamamos a la risa de la vida y por la vida, es más, a la carcajada batiente; como defensa irónica, poética y musical contra la muerte. Al respecto, creo que la Gioconda o la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci, ha pasado por todas las épocas y conquistará la eternidad, justamente porque su sonrisa enigmática nos atrae y nos seduce. Y es un canto a la vida, al misterio del amor; todo por la vía del arte.

En la segunda parte de la novela de Saramago “Las Intermitencias de la Muerte”, llega la aparición del violonchelista (p. 184 s.s), que desde que nació estaba destinado a morir joven y allí la muerte encarnada en una mujer se detiene. Con este personaje Saramago nos invita a apreciar la vida a partir de la buena música. Por eso cita tres piezas de Schuman (p. 196) y, sobre todo la suite número seis opus mil doce en re mayor de Juan Sebastián Bach (p. 199). Ya sabemos que son innumerables los escritores y los melómanos que emparentan la obra de Bacha, con la armonía universal, e incluso llegan a decir, que Dios se siente, escuchando al creador de las famosas cantatas y sonatas; como incluso lo manifestaba ese pesimista de Ciorán.

En esa sesión, donde la muerte es derrotada a través de la ejecución musical, el Nobel también cita la interpretación de La marcha Fúnebre de Chopin. el adagio  assai de la Tercera Sinfonía de Beethoven; Goldemberg, Mussorgsky y  Rostropovich.

Cuando la muerte llega disfrazada de mujer a entregarle la misiva al violonchelista para indicarle la fecha de su defunción, el músico está con su piano, su violonchelo, sus partituras y un perro. Aquí se juntan grandes manifestaciones de la vida: la Mujer, el arte y la naturaleza. Esa tríada que no es sino vida, y a la cual nos debemos consagrar, desde el principio y ojalá hasta la eternidad. Lástima que el catolicismo haya querido ver a la mujer como pecaminosa, cuando se adhiere al placer y al conocimiento. Lástima que a ella se le endilgue el motivo del destierro del paraíso. Pero ya Dante siguió en los cantos de la Divina Comedia, ascendiendo de la mano de una mujer y Gabo elevó al cielo a Remedios La Bella, entre sábanas blancas, para el goce universal del realismo mágico, ya que en la Biblia eso era privilegio de María; porque la Magdalena siguió condenada hasta nuestros días. 

Aquí es preciso recordar a un gran poeta: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”, según el español Antonio Machado. Y además en la novela del lusitano, se hace referencia al escritor francés Marcel Proust con su novela titulada “En Busca del Tiempo Perdido” (p. 240); talvez para hacer una alusión a que toda nuestra vida ha sido un trasegar en la búsqueda del paraíso perdido; pero también para significar lo grata que es la vida recobrada por la memoria y la escritura, de la mano de una gran pluma que vio y valoró todos los detales, formas y colores de la vida.

Cuando Saramago dice que en la ejecución de La Novena Sinfonía de Beethoven “en la tonalidad de la alegría, de la unidad de los hombres, de la amistad y del amor” (p. 199) “la muerte se dejó caer de rodillas” “hasta al punto humillada”, esta es   la más grande invitación a la contemplación de la vida por intermedio del amor, la alegría, la unidad, la humanidad y la amistad universales. Aquí el novelista agranda con orgullo la lista de los grandes humanistas y utopistas de todos los tiempos; lo que nos hace falta en estos momentos de guerra y de sangre casi en toda la tierra.

Por Francisco Cifuentes

Precisamente a la Semana Santa se le dice Semana de Pasión y, no justamente por el lado de la acepción que la liga con el placer de vivir, sino con el padecimiento del morir. Esto siempre me ha inquietado desde que era monaguillo o acólito en La Tebaida Q, cuando la parroquia de la Virgen del Carmen la dirigía el Padre Miguel Duque, que aún vive celebrando ahí cerca del Parque Sucre, en Armenia.  Quienes me acompañaban en este ejercicio de tocar campanas, rezar, ayunar y llevarle el agua bendita y el vino al sacerdote, éramos profundamente juguetones y alegres; para nada tristes y llorones, como posan la mayoría de los fieles, por estas épocas de abril meditativo y de arrepentimiento. Con el paso de los años, aunque he rezado, he orado, he sufrido y he llorado; precisamente lo que más recuerdo y valoro es el estado glorioso de la vida, con sus bellos momentos de alegría, risa, placer, bohemia, compañía familiar, el compartir con los amigos y el disfrutar de la esencia de la cultura y la naturaleza. Es decir, yo no quiero ni el dolor ni la tristeza, amo la alegría y la vitalidad. Y, esto no quiere decir, que soslaye el necesario enfrentamiento con las cosas crueles de la vida personal, social e histórica que a todos nos ha tocado vivir.

Aunque reconociendo y respetando alegorías, mitologías y lecciones que da la figura de Jesucristo y su tremendo trasegar hacia el calvario; no puedo estar de acuerdo con religiones empapadas en sangre, desde que se inician los mitos hasta que se terminan. No acepto ni el sacrificio de la encarnación de un Dios, que está hecho de lanzas, clavos, piedras, escupitajos y bofetones, ni el tributo sanguinario de los pueblos aztecas precolombinos, para hacer que por medio de la sangre se renueve el cosmos y prosiga la vida. Tal vez, por eso, muy allá en el subconsciente colectivo, en cada etapa de la historia se nos recuerda que estamos hechos de sangre, que la violencia es dizque inevitable, hasta surgir en el consiente, como categorías para pensar, mirar y trabajar, aquellos términos malditos de homicidio, suicidio, barbarie, crímenes de lesa humanidad, tortura, vejación, masoquismo y sadismo, entre muchos otros a los cuales han recurrido siempre los escritores, los filósofos, los historiadores y los líderes religiosos, para explicar el devenir de la humanidad.

Regresando a la intención inicial de este pequeño ensayo, acerca de algunas digresiones sobre la vida y la muerte, debo confesar que la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson (2004), no me gusta, me enerva ver tanta sangre; no puedo pensar que así uno llegue a amar la vida, que es lo que debiera ser el centro de una religión, precisamente hecha para gozo de terrenales. Más bien acepto el filme y el musical del Jesucristo Superestar de Norman Jewison (1973), con sus peludos, sus guitarras y su rock.

¿Porque nos han puesto a pensar tanto y desde siempre en la muerte, por lo menos en la cultura occidental? Talvez para podernos gobernar, para que viviéramos siempre con la espada de Damocles encima y, que el paraíso era simplemente un idilio de los comienzos y los finales inexplicables y, que la vida propiamente dicha, era mero sufrimiento. Precisamente por eso me adhiero a los vitalistas como Nietzsche, a los poetas y a los músicos que le cantan a la vida y al amor. Como aquel, me gustaría creer en un Dios que Baile y, además, que la muerte nos coja bailando. Ya dirán muchos, que esto es un adefesio y una blasfemia; pero, aquí, ni siquiera oso declararme ateo; porque como diría el cineasta Luis Buñuel “gracias a Dios soy ateo”.

Bien, pero el problema central aquí, es la libertad y la sabiduría humanas. Por eso es preciso citar el llamado “marrano de la razón”, por aquello de que era converso; cuando decía: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida” (Baruch Spinoza 1632-1677). Pero, la tradición nos ha llevado a meditar demasiado en la muerte, y los especialistas en el tema, fueron catalogado como Doctores de la Iglesia; respetando mucho al Doctor Angelicus Santo Tomás, ya que estudié en su universidad; pero lo hice razonable y alegremente para la vida. Por lo tanto, he reservado como lectura de la Semana Mayor, a un especialista en religión católica, como lo fue el Premio Nobel de Literatura (1998), el portugués José Saramago y, me voy a detener en algunos apartes de su magnífica novela titulada “Las Intermitencias de la Muerte” (Alfaguara. 2005).

La novela nos llama a meditar acerca de la vida eterna en la tierra, con todas sus vicisitudes y, para ello monta un relato y una gran disertación acerca de la vida, la muerte y la nada. Para empezar, recurre a una figura loca y elemental, muy común entre nosotros. Cuando los automovilistas acelerados, irresponsables y alicorados “… se desafían mutuamente en las carreteras para decidir quién va a llegar a la muerte en primer lugar.” (p. 13). Aquí nos insinúa que esta es la carrera de la vida y el acelere constante durante la misma; para tener que llegar siempre justamente a la muerte. Es decir, los seres humanos nos parecemos a esos conductores alienados; pero esta vez no por el licor, sino por las religiones.

En su trama aparece insólitamente “la huelga de la muerte” (p.17), algo así como un “estado de vida suspendida o la muerte parada” (p. 48), en un país donde por alegría o por desgracia nadie vuelve a morir. Y esto da lugar, entre otras cosas, a dos movimientos contrarios de ciudadanos:  Uno que pretendía “que con la simple acción de la voluntad se puede vencer a la muerte”. Mientras otro “proclamó que el mayor sueño de la humanidad desde el principio de los tiempos, es decir, el gozo feliz de una vida eterna en la tierra” (p. 18) ya se había conseguido. Con lo cual se acrecentó el nacionalismo a ultranza, queriendo ser como aquella nación donde la muerte estaba de vacaciones. Esto llevó hasta el punto de que unos “… activistas de unas cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la inclusión del derecho a la eternidad en la declaración universal de los derechos humanos…” (p. 156). Es decir, se trastoca la política y la ideología, para asumir semejante pretensión; que ha sido ordinaria en el hombre, pero no bandera de ningún partido.

Empezaron a preguntarse cuál sería entonces el papel de la Iglesia; “… pues si se acababa la muerte no podía haber resurrección, y que sin resurrección no tenía sentido que hubiera iglesia” (p. 45). He ahí como una novela desafía los fundamentos de la teología y pone a dudar a los correligionarios. Siempre se había considerad a un Dios dador de vida y Dios dador de muerte. Pero con el cese de funciones de la parca, el asunto quedaba muy cojo. Se presentaba así una fuerte contradicción con la realidad inevitable de otros tiempos y, así se llevaba por delante uno de los fundamentos de la teología y la religión cristiana, más caros.

También se cuestiona aquí el papel del Estado. Un aparato de siglos acostumbrado a montar agenciamientos para administrar y domesticar la vida a su antojo, precisamente apoyado en que ya venía la muerte inevitablemente, ¿ahora como actuaría? Se tendría que innovar la llamada “biopolítica” del filósofo francés Michel Foucault, extendiéndose eternamente, pero ya sin el desafío de la muerte. Por lo cual habría que encontrar otro fundamento, otra justificación, otro sambenito.

Así mismo, la llamada “necro política” del filósofo italiano Giorgio Agamben, tendría que reformularse; pues si esta era una práctica de los Estados, los ejércitos y muchos agentes de la vida diaria; cómo repensar ahora la situación, ¿si justamente su esencia se suprime? Es más, en la novela se llega a pensar en un golpe militar (p. 80), para exigir que la muerte regrese. Y ya lo dijimos, dos grandes teorizaciones de nuestro tiempo quedan heridas y, ahora a los gobiernos se les exige que se ocupen de ese fenómeno tan inusual: por un lado, se supone que hay quien pague más impuestos y por el otros, cómo asumir el tema interminable de los ancianatos, las enfermedades no mortales y las pensiones (p.111). Todo este galimatías justamente mucho antes de las pretensiones del virus del Covid-19, de las llamadas de Bill Gates para aminorar el número de habitantes de la tierra, de las revueltas en Francia por el aumento de la edad de jubilación y, por supuesto, antes de las discusiones económicas y políticas con el presidente Petro, para acabar con las EPS.

Y aquí es donde aparece la maphia (la mafia): se metió en el negocio de la muerte y de los ataúdes (p. 90). Pretendiendo hacer el trabajo sucio de la eutanasia, queriendo hacer una vez más una modalidad de los llamados “falsos positivos”; mientras la humanidad se debatía entre el temor a vivir por siempre y no morir nunca, con consecuencias totalmente inesperadas, nunca antes vistas. Pues hemos sido educados para la muerte y no para la vida. O habría simplemente que aceptar “… la inmortalidad en la patria que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y gratis para todo el mundo…” (p.29). Es decir, abrazar “una eternidad recientemente inaugurada” (p. 39). Entonces había llegado por fin el momento de salir a gritar y proclamar “… que, ahora sí, la vida es bella.” (p.29)

Se presenta así una diatriba novelesca contra la matemática y contra el cero; pues es uno de los pilares de la construcción numerológica. ¿Cómo así que de la noche a la mañana desaparece la nada y por lo tanto no queda sirviendo o no tiene figuración la representación iconográfica de la esfera, la redondez y el cero como tal? No existiría la realidad de lo máximo negativo, pero si el culmen de lo máximo positivo. Dejo a mis amigos especialistas en el tema, la alegoría de semejante paradoja, mientras yo me quedo con el relato y las especulaciones.

Mientras tanto, frente a la ciencia “hubo envidias, conspiraciones y hasta espionaje científico” (p. 99) de parte de las otras naciones. Cómo así que allí se había conseguido la vida eterna, ¿cuál sería la medicina? ¿O sería que por fin habían descubierto la piedra filosofal? Pero, es más, se trata de una pelea gruesa con la filosofía, sobre todo contra la metafísica. Aquí bástenos recordar a Miguel de Montaigne, el famoso escritor de los “Ensayos”, que ya había dicho en 1580, que “filosofar es aprender a morir”. Por lo visto, así estábamos tan apegados a tan necrofílica tradición, que ahora nos cuesta trabajo reflexionar apartados de la amenaza de la muerte y solo pensar a aprender, ahora sí de verdad, a vivir libremente. Esto llevó, en la novela en mención, a dividir los filósofos entre pesimistas y optimistas.

Si el hombre es el único ser que tiene conciencia de la muerte, entonces “… será la misma muerte la que mata a un hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo sabrá.” (p. 95). Por lo cual se habló de “las distintas clases de muerte” y, allá “cada uno con su propia muerte”.  Y en esta jerarquía existe “una muerte mayor”, la que se ocupa de toda la humanidad; la otra, la que se ocupa de cada uno, muy distinta de la que se ocupa de los seres animales y la otra de los seres vegetales. Y un definitiva “la última, la suprema, la que tendrá que destruir el universo” (p. 97). Todas estas especulaciones Saramago se las adjudica a quien en la novela denomina “el aprendiz de filósofo”, como para ir con modestia hacia el cuestionamiento de causas tan grandes.

Y, así, poética y filosóficamente nos dice: “Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tú le perteneces.” (p. 97). Por este camino nos lleva a pensar en la gramática, invitándonos a concebir “…la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya”. Y todo esto se hace con palabras, que son la herramienta de la literatura y de la filosofía; “…porque las palabras se mueven mucho, cambian de un día para otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas…” (p. 148)

Entonces, los humanos se vieron abocados a pensar: De dónde vino la muerte y de dónde vino la vida eterna, como un problema religioso, como un problema científico y como un   problema metafísico (p.176). Pero aquí llega la poesía que nos gusta tanto, a meter basa en el asunto: “La muerte solo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida”, como sabiamente lo apuntó el escritor francés   André Malraux.

Saramago, en su diatriba contra la religión, supuestamente nos montó en discusión absurda y blasfema; pues se suponía un Dios ausente, desaparecido, ya no omnipresente, por fin alejado de su segunda gran función, como dador de muerte. ¿Dónde quedaba entonces el problema básico del paraíso prometido? Respondiendo sencillamente que la “abolición de la muerte … era obra del diablo” (p. 159)

Saramago por la vía de la fantasía fustiga a la sociedad, al establishment, al poder, al Estado, a las religiones, a la Iglesia católica en particular, a la ciencia, a la historia y a la filosofía; desde sus novelas: El Ensayo Sobre la Ceguera con la peste blanca mucho antes de la aparición del Covid; con Ensayo Sobre la Lucidez advirtiendo acerca de la abstención total en una democracia falseada que se nutre de las elecciones, incluso obligatorias en muchos países. Y así sus novelas más religiosas, incluso cómicas, pero de gran sabiduría y belleza literaria, como lo son Evangelio Según Jesucristo, Caín y Las Intermitencias de la muerte.

Continuando con la trama de la novela, la peor de las noticias, es cuando aparece el cartero de mal agüero, informando a cada una de las personas o en forma aleatoria, cuando se iban a morir (p. 178 s.s). Y ahí es cuando recuerdo esta cita: “Es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella, que soportar el pensamiento de la muerte” del penador francés Blaise Pascal.

Qué problema, pues a diferencia de la vida, la muerte lo sabe todo y fuera de eso nunca sonríe (p. 181). Por eso llamamos a la risa de la vida y por la vida, es más, a la carcajada batiente; como defensa irónica, poética y musical contra la muerte. Al respecto, creo que la Gioconda o la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci, ha pasado por todas las épocas y conquistará la eternidad, justamente porque su sonrisa enigmática nos atrae y nos seduce. Y es un canto a la vida, al misterio del amor; todo por la vía del arte.

En la segunda parte de la novela de Saramago “Las Intermitencias de la Muerte”, llega la aparición del violonchelista (p. 184 s.s), que desde que nació estaba destinado a morir joven y allí la muerte encarnada en una mujer se detiene. Con este personaje Saramago nos invita a apreciar la vida a partir de la buena música. Por eso cita tres piezas de Schuman (p. 196) y, sobre todo la suite número seis opus mil doce en re mayor de Juan Sebastián Bach (p. 199). Ya sabemos que son innumerables los escritores y los melómanos que emparentan la obra de Bacha, con la armonía universal, e incluso llegan a decir, que Dios se siente, escuchando al creador de las famosas cantatas y sonatas; como incluso lo manifestaba ese pesimista de Ciorán.

En esa sesión, donde la muerte es derrotada a través de la ejecución musical, el Nobel también cita la interpretación de La marcha Fúnebre de Chopin. el adagio  assai de la Tercera Sinfonía de Beethoven; Goldemberg, Mussorgsky y  Rostropovich.

Cuando la muerte llega disfrazada de mujer a entregarle la misiva al violonchelista para indicarle la fecha de su defunción, el músico está con su piano, su violonchelo, sus partituras y un perro. Aquí se juntan grandes manifestaciones de la vida: la Mujer, el arte y la naturaleza. Esa tríada que no es sino vida, y a la cual nos debemos consagrar, desde el principio y ojalá hasta la eternidad. Lástima que el catolicismo haya querido ver a la mujer como pecaminosa, cuando se adhiere al placer y al conocimiento. Lástima que a ella se le endilgue el motivo del destierro del paraíso. Pero ya Dante siguió en los cantos de la Divina Comedia, ascendiendo de la mano de una mujer y Gabo elevó al cielo a Remedios La Bella, entre sábanas blancas, para el goce universal del realismo mágico, ya que en la Biblia eso era privilegio de María; porque la Magdalena siguió condenada hasta nuestros días. 

Aquí es preciso recordar a un gran poeta: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”, según el español Antonio Machado. Y además en la novela del lusitano, se hace referencia al escritor francés Marcel Proust con su novela titulada “En Busca del Tiempo Perdido” (p. 240); talvez para hacer una alusión a que toda nuestra vida ha sido un trasegar en la búsqueda del paraíso perdido; pero también para significar lo grata que es la vida recobrada por la memoria y la escritura, de la mano de una gran pluma que vio y valoró todos los detales, formas y colores de la vida.

Cuando Saramago dice que en la ejecución de La Novena Sinfonía de Beethoven “en la tonalidad de la alegría, de la unidad de los hombres, de la amistad y del amor” (p. 199) “la muerte se dejó caer de rodillas” “hasta al punto humillada”, esta es   la más grande invitación a la contemplación de la vida por intermedio del amor, la alegría, la unidad, la humanidad y la amistad universales. Aquí el novelista agranda con orgullo la lista de los grandes humanistas y utopistas de todos los tiempos; lo que nos hace falta en estos momentos de guerra y de sangre casi en toda la tierra.

 

El Quindiano le recomienda

Anuncio intermedio contenido