domingo 22 Jun 2025
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Tratando de ordenar el caos del tiempo con los mandatos del emperador

15 septiembre 2018 6:34 am
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“El desorden aumenta con el tiempo,

porque medimos el tiempo

en la dirección en que aumenta el desorden”

STEPHEN W. HAWKING

La Teoría del Todo

(1)

 

 

El imperio romano amaba la técnica, expresada en su impresionante ingeniería y en la organización militar y en el manejo de la res pública, pero no así las ciencias, la poesía, ni las abstracciones del pensamiento. Su espíritu pragmático estaba lejos de las complejas construcciones filosóficas de los griegos (2). Por eso, tomaron la cultura helénica como soporte para la creación de su cosmogonía. Se apropiaron de las deidades griegas, latinizaron sus nombres y las aclimataron a su idiosincrasia. No dedicaron grandes esfuerzos a la investigación de la astronomía, sino más bien a la elaboración de un calendario más preciso, más útil para fines prácticos. Y en éste sentido, los múltiples ensayos de conciliación de los imprecisos calendarios áticos- expresados en el ciclo trierético, luego en el octaetérico, pasando por el famoso ciclo metónico, hasta llegar al Calípico- resultaban muy enredados, inapropiados para la efectiva medición del tiempo anhelada por los romanos.

Al igual que los griegos, las antiguas culturas romanas usaban almanaques lunares domésticos. Así que tanto los pobladores de Alba Longa, como los de Lavinia, o los etruscos, medían el tiempo con un calendario autóctono. La tradición mítica establece que Rómulo, el primer rey, creó el calendario original romano. Razón por la cual se le conoce como el Calendario de Rómulo. Estaba formado por diez meses, unos 304 días. En el período del invierno, había un tiempo muerto, excluido de la contabilidad temporal. Los nombres de los primeros hacían honor a algunas de sus deidades: Mes 1, de 31 días, Martius, en honor a Marte, el padre de los fundadores de Roma, Rómulo y Remo. Mes 2, de 30 días, Aprilis, posiblemente en honor a Venus – Apru, en etrusco-. Mes 3, de 31 días, Maius, en honor a Maia, diosa de la fertilidad de la tierra, madre de Mercurio. Mes 4, de 30 días, Iunius, en honor de Iuno, nada menos que la reina de los dioses, protectora del hogar, los matrimonios y las mujeres. Mes 5, de 30 días, Quintilis, el quinto mes. Mes 6, de 30 días, Sextilis, el sexto mes. Mes 7, de 31 días, September, mes séptimo. Mes 8, de 30 días, October, mes octavo. Mes 9, de 31 días, November, mes noveno. Mes 10, de 30 días, December, mes décimo. Es claro que los primeros cuatro días marcaban el carácter divino, religioso del calendar romano, y del quinto en adelante, sólo se expresaba la posición ordinal. Este dato de los nombres es muy importante para entender lo que ocurre después. Algunos historiadores afirman que fue Numa Pompilio, el segundo rey de la antigua Roma, quien reformó ese calendario original. Entonces, añadieron dos meses después del décimo, es decir, de December. Los llamaron Ianuarius, en honor a Iano, el dios de las dos caras, conocido por ser el encargado de los portales y las transiciones, y Februarius, dedicado a Februus, el célebre Plutón, dios del inframundo, en cuyo mes se celebraban las ceremonias de expiación. Los nuevos meses se alternaban de 29 y 31 días, alargando la duración del año a 355. Con esta modificación se introdujo un desorden nominal, pues Quintilis, cuyo nombre designa al mes quinto, pasó a ser séptimo, al correrse dos meses. Lo mismo pasó con los siguientes meses ordinales. Entonces, December, que significa mes décimo, pasó a ser el mes doce. Pero, además de este desorden, como el año era lunar, empezaba en marzo, en el equinoccio de primavera, en tanto que el año natural empezaba y terminaba en el solsticio de invierno, a finales de diciembre. Para ajustar esta incongruencia, desde el año 153 antes del cristo, se pasó del uso del año lunar, al año solar, cuyo primer mes era en realidad Ianuarius.

Pero el desorden mayor, el gran descuadre común a todos los calendarios antiguos, era el desfase entre los meses lunares y el ciclo solar. La imposibilidad de hacer coincidir el baremo inventado para medir el tiempo, con su indócil e inaprensible devenir. Entonces, ensayaron su fórmula de conciliación del tiempo, adicionando dos meses cada cuatro años, uno de 22 y otro de 23 días. Los denominaron meses Mercedonios o Intercalares. La complicada fórmula era manejada por el Colegio de los Pontífices, compuesto por los sacerdotes de más alto rango de la politeísta religión estatal. Manejo que resultó ser más sesgado a intereses políticos y religiosos, mezquinos desde siempre, que a un afán real de compaginación astronómica. Lo usaron sin reato para manipular el día de pagar a la servidumbre, o variándolo al antojo para atrasar o adelantar votaciones, cuando no para prorrogar el cargo de algún funcionario amigo.

Este calendario, con sus desfases y falencias, con el desorden nominal y el control sacerdotal, se mantiene hasta el año 708 Ad Urbe Condita, contado desde la Fundación de Roma, (46 a.c.), cuando el emperador Julio César, asesorado por el astrónomo alejandrino Sosígenes, quien había vivido la experiencia de la fallida reforma de Cánope del calendario egipcio (3), introduce cambios de fondo, buscando conciliar el tiempo astronómico reflejado en el calendario, con el devenir real. Quería poner orden en ese caos. Para tal fin, empiezan por introducir un primer año de 445 días, para lograr conciliar los tremendos desfases. Con razón, a este se le conoce como el año de la confusión. Todo porque había que hacer coincidir la contabilidad del tiempo, el calendar, con las estaciones, con las festividades y las celebraciones correspondientes. Después de este anómalo año, los siguientes tendrían 365 días, menos los bisiestos, que serían de 366. Se llamaba bisiesto, porque se repetía (bis) el sexto calendas martii, es decir, el 23 de febrero. Se le llamaba bissextoscalendas. Con esta reforma histórica, se da un enorme paso para corregir la acumulación del sobrante de casi un cuarto de día por año. Pero no era una solución suficiente, y menos definitiva: se trataba solamente de otra aproximación de los baremos con los que el hombre pretende medir el inconsútil, oblongo e infinito tiempo. Ahora, cada 128 años, se acumula un día con los minutos residuales.

A Julio César no le preocupó la incoherencia nominal de los meses. La dejó tal como venía desde la reforma de Numa Pompilio. Su uso se implantó desde el año 708 Ad Urbe Condita, con el nombre de “Julius”, y después “Juliano”, en su propio honor. Un par de años más tarde, por iniciativa de Marco Antonio el triunviro, se decidió que el mes llamado Quintilis (el quinto), que en realidad ya era el séptimo, se llamaría Julius, en honor del mismo Julio César, aumentado además su duración de 30 a 31 días. En el año 731 Ad Urbe Condita (23 ac), por iniciativa del senado, para homenajear a Octavio Augusto, el mes sextilis fue rebautizado como Augustus. Dicen los historiadores que Augustos no aceptó que su mes tuviese 30 días, mientras que Julius tenía 31, por lo que ordenó reordenar las cantidades, para que su mes pasara a tener 31 días, quitándoselo a Februarius, el cual quedó con 28 los años normales y 29 los bissextos. Otros emperadores hicieron cambios en los nombres de los meses, pero fueron derrotados por el tiempo y la costumbre, pues se regresaba a los nombres originales. Tales son los casos de Calígula, Nerón, Domiciano, e incluso Carlomagno quien trato de hacer un cambio completo de la nomenclatura. Los nombres quedaron desde entonces tal y como los conocemos el día de hoy.

Los romanos no tuvieron la necesidad de inventar un calendario solar observando fijamente a la luminosa Satis, como los egipcios, ni la profunda paciencia china para auscultar el cosmos, ni pretendieron medir la eternidad como los indios, tampoco vieron los astros con los ojos de los dioses como los griegos. Ni inventaron ningún artilugio fantástico, un gnomon, astrolabio, esferas armilares, mecanismos de Anticiteras, relojes astronómicos. Nada. Sin embargo, su calendario, el juliano, es la columna vertebral de los referentes de medición del tiempo hasta la modernidad. Su uso cotidiano se prolongó hasta el 1532, cuando fue reemplazado por el gregoriano. Sin embargo, la mayoría de las iglesias ortodoxas de oriente lo utilizan en nuestros tiempos, para fijar las fiestas móviles, como la pascua, y algunas fiestas fijas. También es usado en el Magreb en la forma del Calendario Bereber y en la Macedonia central, por las comunidades del monte Athos. Rige también en el Calendario Etíope, a través del almanaque ortodoxo copto. Su trascendencia se explica por la conjunción del imperio romano con el naciente cristianismo. La fusión del politeísmo pagano con el monoteísmo fundado en la mitología hebrea de El Génesis. Se trata de una ve mitológica que, con sus alas maltrechas, ha volado muy lejos por los entresijos del tiempo.

Debo hacer referencia al poeta y filósofo romano Lucrecio, cuya teoría atomista expuesta en su obra “De Rerum natura”, precede muchas de las teorías de la moderna física: la materia está constituida por átomos imperecederos en eterno movimiento, los cuales se agregan y dividen en forma constante, formando y destrozando tierras y soles en una sucesión infinita. Así se formó nuestra tierra y así llegará su fin, cuando se disgreguen los átomos que la formaron. Nuestro mundo es solo uno entre un infinito de mundos existentes. El universo está formado de átomos y vacío, de nada más. Ningún dios controla ese movimiento atómico.

Al mismo tiempo expuso otras ideas retrógradas, como decir que la tierra es plana y está contenida en la esfera celeste. Aunque, a decir verdad, hoy día tenemos muchos loquitos que tienen la misma idea.

Véase mi artículo FICCIONES.CALENDARIO EGIPCIO. MIRANDO AL CIELO PARA ENTENDER EL RÍO. WWW.ELQUINDIANO.COM octubre 20 de 2018.

 

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