El poeta que medía el tiempo con precisión matemática

25 mayo 2019 1:04 pm

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Humilde homenaje al Gran Persa en su 971 aniversario.

Loores al astrónomo persano!

Amor al bardo adorador del Pan! . . .

Mientras el hombro lucha con su hermano

él los astros adora en Khorassán!*
Eterno amor a Omar: el triste humano

brega incansable por lograr el pan;

y él, embebido en escrutar lo arcano

¡el Cielo busca y vé de Aldebarán! *

Eterno amor a Omar: en su Poema,

Los Rubayata, la verdad extrema

soñando con su cántaro de vino, *

con su libro de versos, con la amada…
Omar, divino Omar! Y en la sellada

noche de los astros ornan tu camino . . .!

 

LEÓN DE GREIFF

Cuando un hombre se descubre como un ente cósmico, amplía el horizonte de su mirada hasta las profundidades del infinito. Conectado con el todo, abre su corazón al palpitar de las estrellas y asume una humildad sincera y absoluta al entender la insignificancia de su presencia en el inconmensurable firmamento.

Cuando un científico adopta la perspectiva del universo como foco de su quehacer, extiende las fronteras del conocimiento hacia límites insospechados. Entiende que esa sapiencia es la esencia calificadora de la existencia humana, diferenciándola entre la miríada de formas de vida. Saberes que desvelan las leyes del comportamiento del cosmos, moviéndose en la búsqueda de sus orígenes y en las proyecciones de los presentes hacia los futuros. Desde el Big Bang, hasta el pasmoso y lejano cementerio cósmico. Conocimiento que se acumula, sirviendo de base a otros discernimientos. Que se rebate, que se modifica, que se potencia y que también se olvida. Temporal quehacer de hombres.

Cuando un poeta abre sus ojos a los espacios astrales, viéndose a sí mismo en los siderales océanos, mágicos y terribles, navegando sobre las olas del tiempo, en un frágil cayuco azul; cuando se dimensiona ante la escala de los infinitos, de las fulgentes luces súbitas iluminando los mares de leche galáctica, y encuentra los ojos perdidos de los dioses primitivos, flotando entre la oscuridad y el silencio interestelar, caóticos, vesánicos, vestidos con telas de calcinantes fuegos, poseídos por las descomunales fuerzas que brotan del corazón del cosmos. Entonces, lo órfico y lo onírico se funden en su alma de palabras y músicas, anonadado por la epifanía de su propia luz, débil, perdida en la densa oscuridad del todo.

Omar Al-Jayyam, el insigne persa, fue, como ningún otro, esa clase de hombre, científico y poeta.

Jayyam, 1048-1131, nace en Nishapur, para entonces capital selyúcida de Jorasán, provincia nororiental del actual Irán. Región cuyo nombre, poético y premonitorio, significa “donde sale el sol”. Su vida transcurre bajo la dinastía turca Oguz, conocida como Selyúcida o Selchuca. En la Europa medieval se avecinaba el oscuro período de la Inquisición Episcopal, oficializado años más tarde, en 1184 por el papa Lucio III, mediante la bula Ad abolendam, mientras que la cristiandad organizaba la Guerra Santa de La Primera Cruzada (1095), dirigida a combatir a los musulmanes y a todos los señalados como infieles, además de engordar las tierras y las riquezas de los señores feudales. Las armas de la bellum sacrum se izaban para formar parte del sórdido paisaje medieval. De seguro, el visionario Jayyam no barruntó en esos guerreros, los crucesignatis, dirigidos por el propio papa, a los fanáticos que ostentarían, muchos años después, otros estandartes, con cruces invertidas, con gamadas cruces svásticas, con cruces de Hierro, con cruces satánicas, y demás signos que serían enarbolados en las futuras sangrientas guerras santas: las cruces cristianas en la conquista del Nuevo Mundo, y en cientos de guerras religiosas por todo el orbe; el hexagrama de Salomón, la media luna y la estrella, y el más terrible de todos, el apocalítico ícono del dinero.

Puede afirmarse que la talla cósmica y la trascendencia de Jayyam, está en su poesía. Sus palabras han atravesado la historia y se han posado con poderosas alas en el alma de poetas, novelistas e intelectuales, como visitantes alienígenas que se manifiestan en distintas épocas y en disímiles lugares. Su presencia se ha dado de una manera singular: no solo como una influencia literaria, o como epígono de admiración. Va más allá, pues aparece como personaje en algunas novelas, como en Samarcanda del libanés Amín Maalouf, o en Shame de Salman Rushdie, o en el ensayo El Enigma de Edward Fitzgerald, cuando no es citado profusamente por escritores como Borges, Wilde, Juan Ramón Jiménez, y un largo etcétera. En la música, el compositor británico Sir Granville Bantock compuso un oratorio de tres horas con su nombre, y en el repertorio popular es famosa la zamba de César Isella, compuesta por el argentino Horacio Guarany, que canta en unos versos: “Pucha qué lindo si Omar el persa/por ahí te hubiera hallao/qué macha linda, cuántas poesías/nos hubiera soltao, /qué macha linda si Omar el Persa/por ahí te hibiera hallao”. En su poesía, el pensamiento de Jayyam, adopta una postura materialista. Se descubre como un intelectual incrédulo, pesimista. No cree en un más allá, y llama a beberse la vida, a rezumarla, libándola como un hedonista escéptico. En alguno de sus famosos cuartetos, llamados Rubaiyats por el poeta Edward Fitzgerald, nos dice: “Buscar la paz en este mundo es una locura/Creer en el reposo eterno, también. /Después de muerto, breve será tu sueño:/Renacerás en el césped que todos hollan o en la flor que el sol marchita”

Mientras que en otros cuartetos declama su materialismo hedónico: “bebedor, jarro inmenso, ignoro quién te formó/Sólo sé que eres capaz de contener tres medidas de vino y que la muerte te quebrará un día, /Entonces dejaré de preguntarme por qué has sido creado/Por qué has sido dichoso y por qué no eres más que polvo”, o expone su escepticismo vital: “¿Qué es el mundo? Una parte pequeña del espacio/ ¿Qué es la ciencia? Palabras. ¿Y qué son las naciones, /las flores y las bestias? Sombras. ¿Y tus continuos, /tus inquietos cuidados? Si lo nada en la nada”. No eres más que polvo. Nada en la nada: contundente.

 

En un artículo dedicado al calendario islámico, comentaba: “Por otro lado, mientras en la época del oscurantismo europeo la iglesia cristiana ardía en la hoguera del infierno de su inquisición, los árabes mantenían encendidas las luces del saber. En particular, se desarrolló un intenso y amplio interés por los estudios astronómicos. Aparecieron por doquier observatorios siderales, tanto públicos como privados”. Es el caso preciso de Jayyam. A raíz de la fama alcanzada con su obra “Tesis sobre demostraciones de Algebra y comparación”, el sultán Malik Shah I le adjudicó, en compañía de otros siete reconocidos astrónomos y matemáticos, la construcción de un observatorio astronómico en Marv, Turkmenistan. Jayyam lo dirigió durante 18 años, convirtiéndolo en un admirable centro de investigaciones. Se diseñaron y compilaron importantes tablas astronómicas tratando de dilucidar el orden del universo. Se hizo la corrección del calendario zoroástrico, lo cual constituyó una hazaña mayor. Este calendario había sido conservado después de la caída del Imperio Persa, cuando las doctrinas de Zarathustra fueron sustituidas por el islam, el cual, pese a ser un calendario de tipo lunar, tenía bastante exactitud. Contaba con un año de 365 días netos. Por orden del histórico Malik Shah I, el conocido Yalaledín, nuestro genial astrónomo rehace los cálculos sobre la duración del año solar, estableciendo la fracción faltante con tal precisión, que arroja un error de un día cada 3.770 años. Quinientos años más tarde, el calendario gregoriano que nos rige desde 1582, establece una fracción con un error de un día cada 3.330 años. Basado en el trabajo de Jayyam, el 15 de marzo de 1079, se implanta el calendario Yalalí, iniciando una nueva era denominada Jalaliana, partiendo en dos la contabilidad histórica del tiempo persa. Acto de similar sentido al de la creación del mundo para los hebreos, al nacimiento de Cristo para el occidente cristiano, o la Hégira para el islam. De ese tamaño. El almanaque de Jayyam, el Yalalí, se usa hoy día en Irán y Afganistán.

La historia destaca a Jayyam como un eximio astrónomo. Pero se afirma, así mismo, que sus logros matemáticos superan de lejos sus aportes a las ciencias astrales. Lo dejo como una constancia y una invitación para los lectores inquietos que quieran adentrase en sus abstracciones algebraicas.

Monumentos, citas, personajes, pinturas. Honores como el cráter de la luna que lleva su nombre desde 1970, o el planeta menor descubierto en 1980 por la soviética Lyudmila Zhuravlyova, que flota por los espacios diciendo orgulloso “yo soy Omar jayyam”. Elocuentes homenajes como el del escritor Amóin Maalouf, quien, en su novela histórica Samarcanda, afirma: “cuando el Titanic se hundió en la noche del 14 de abril de 1912, su víctima más eminente fue un libro”. Tal libro en la novela de Maalouf no es otro que el Rubaiyat, cuyo valor radicaba en ser un ejemplar único. Todo ese monumental reconocimiento habla de la inmensidad del persa. Sin embargo, un hombre que escribe versos como “Las alas de la noche reposan sobre el alba. /Se habla de aquel que crea el ser y lo destruye. /No comprendo la obra del creador. /Dame vino del que enternece el pecho y alegra la memoria.”, un hombre que vivió hundiéndose en las profundidades cósmicas, y nos enseñó a ver el tiempo como una dimensión de dioses inexistentes y a medirlo con otros baremos filosóficos definitivos, desde la veleidosa y peregrina condición humana; un hombre así es, a no dudarlo, un ser cósmico. Su alma no cabe en su piel. Su piel es de la misma esencia del espacio tiempo.

 

Chía, Gaia, mayo 18 de 2019

Luis Antonio Montenegro Peña

Periodista- escritor.

 

 

 

 

 

 

 

 

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