El 4 de mayo de 1493, el papa Alejandro VI, para más señas antes conocido como el cardenal de Valencia Rodrigo Borgia, promulgó la histórica bula menor Inter Caetera II, en favor de Isabel y Fernando, reyes de Castilla y Aragón, los famosos Reyes Católicos. En ella, el papa sentenciaba que todas las tierras “halladas y por hallar” al oeste de un imaginario meridiano trazado desde el polo Ártico hasta el Antártico, pasando por las islas Azores, serían otorgadas a la corona. Las que estuvieran al este de esa frontera, serían de otras naciones. Al oeste estaba todo el llamado Nuevo Mundo. La iglesia, el gran poder del medioevo, adjudicando las tierras que no eran de ellos, las ya descubiertas y las aún desconocidas del Nuevo Mundo. Regalo para su entrañable aliado de entonces, la corona española. De paso, la infalible mano papal con el dedo índice levantado al cielo, en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, otorgaba tácita bendición a la barbarie de la conquista. Al arrasamiento de singulares culturas. Al saqueo de inmensas riquezas. A la masacre activa, por las armas hispanas, de miles de nativos Al genocidio pasivo, por ser portadores de virus y enfermedades desconocidos por los raizales, que provocaron epidemias de proporciones trágicas.
Entre el 16 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885, se celebró la Conferencia de Berlín, en esa ciudad estado alemana, centro del Segundo Reich. Reunión convocada por Francia y Reino Unido, y organizada por el anfitrión, el Canciller Príncipe y Duque Otto Von Bismarck. El objetivo era establecer acuerdos para la repartición colonial del continente africano. Colonialismo aberrante, cuyas secuelas de segregación y miseria, de saqueo y de esclavitud, subsisten hoy día. Las heridas del colonialismo europeo en África, siguen abiertas y en algunos casos, son llagas cuyo maloliente icor recuerda a la humanidad la podredumbre de los crímenes de lesa humanidad, cometidos por la culta Europa en la miserable África negra.
Sesenta años más tarde, entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, Franklin D. Roosevelt, Yosef Stalin y Winston Churchill, respectivos presidentes de EEUU, URSS y el Reino Unido, se reunieron en el Palacio Imperial de Livadia, en Yalta, península de Crimea. Aunque la segunda guerra mundial aún no terminaba, el objetivo del encuentro era la reacomodación de la geografía política de Europa. Es decir, la repartición anticipada de las fronteras geográficas y políticas de los futuros derrotados: Alemania, Italia y Japón, y de paso el reacomodo de la Polonia ocupada por las tropas nazis, de la Yugoeslavia del mariscal Josip Broz, de Hungría y de Checoslovaquia. Los grandes poderes militares se repartían el planeta, iniciando una nueva forma de guerra por la hegemonía mundial: la guerra fría. Repartición pactada sobre millones de cadáveres y el imborrable horror de los hongos atómicos sembrados en las tierras niponas. A nadie se le ocurrió entonces, ni ahora, enceguecidos por la adrenalina de la guerra y del poder, que todas las bombas lanzadas, que toda la pólvora y que los ataques radioactivos, al fin de cuentas, herían a Gaia. Ultrajaban al planeta y a toda la humanidad.
Hace pocos días, el 6 de abril, cuando la población mundial estupefacta, yacía acorralada por el miedo y toda la atención se centraba con total estupor en las noticias fatales de la pandemia del Covid 19, el emperador furioso firmó un decreto titulado “Executive order on Encouraging International Support for the Recovery and Use of Space Resources”. En esta orden ejecutiva, el emperador sostiene que el Espacio, tanto física como legalmente, es un lugar único para la actividad humana y EEUU no lo considera un bien común global, por lo que su política debería ser la de fomentar el apoyo internacional para la extracción y el uso público y privado de los recursos del espacio exterior (2). “Los estadounidenses deberían tener derecho a participar en la exploración comercial, la recuperación y el uso de recursos en el espacio exterior, de conformidad con las leyes aplicables”, aclara el documento. Al parecer, la intención no es otra que la de despejar el camino legal para que las multinacionales norteamericanas utilicen comercialmente los cuerpos celestes y recursos naturales del espacio sideral. El turismo espacial, la colonización inicial de la luna y marte; la explotación de agua, metales, minerales y fuentes de energía, son objetivos de negocios a gran escala, en los cuales ya están interesadas empresas como Blue Origin (Jeff Bezoz, el mismo de Amazon y del Washington Post), Space X (Elon Musk el mismo de Tesla), Sierra Nevada Corporation, Boeing, entre otras, quienes adelantan gigantescas inversiones.
Pero esta Orden Ejecutiva no es una iniciativa espontánea del emperador a cargo. Ya en noviembre de 2015, el emperador antecesor, había firmado un documento llamado Space Act, el cual abría de par en par las puertas para la explotación privada del espacio cósmico, rompiendo con la vieja idea de que el espacio “es de todos” y debe ser usado de común acuerdo con fines científicos y otros del interés de la humanidad. Esta ley afirma que todo material hallado en un cuerpo celeste por un estadounidense, o por empresas de su país, le pertenece. De inmediato, Chris Lewicki, Ceo de Planetary Resources, empresa de Larry Page, uno de los fundadores de Google, feliz exclamó: esta Ley “nos permite construir nuestro plan de negocios, nuestros modelos económicos, con más certezas legales”. En tanto, Meagan Crawford, de la empresa Deep Space Industries (DSI), más dichoso aún, ratificó: “es absolutamente una gran victoria para nosotros…ya no tenemos que trabajar muy duro para convencer a los inversores”. Los inversionistas hablaron entonces del impresionante negocio de explotación del agua interplanetaria, del níquel, hierro, oro y platino. En fin, dos presidentes con estilos de gobierno bien distintos, dos partidos diferentes, pero un solo discurso, un solo y claro interés imperial: apropiarse de los colosales recursos del espacio sideral.
Los llamados recursos naturales de la tierra no son infinitos. No tendremos agua, minerales y metales para siempre, menos al ritmo irracional de explotación actual. El afán por seguir extrayéndolos de la naturaleza, de la cual es parte obvia el sistema solar, incita los ambiciosos planes de los grandes extractores y comerciantes. Ven en los cuerpos celestes una fuente inagotable de esos bienes que empiezan a escasear en la tierra. Y no como una quimera a conquistar en un tiempo indefinido. Los inversionistas contemplan la posibilidad inmediata de empezar sus negocios de fábula. Las nuevas minas del Rey Salomón, en el espacio sideral. El despertar de una fiebre del oro, ya no en el lejano oeste, sino en los míticos y no tan remotos astros del sistema solar. ¡qué lindo sería para estas corporaciones ser dueñas de la luna!! ¡qué interesante tener las escrituras de Marte!!, vender condominios, hipotecar lotes, usar esa propiedad como respaldo para millonarios empréstitos. ¡tremendo negocio ser propietarios de los cometas y algunos meteoros que puedan suministrar agua y valiosos metales mientras viajan por las vecindades terrícolas!
Por este camino, el emperador furioso, echaría a la basura el Tratado del Espacio Ultraterrestre, firmado por Estados Unidos, el Reino Unido y la aún existente Unión Soviética el 27 de enero de 1967, cuando apenas empezaba la verdadera carrera espacial y los avances tecnológicos aún eran una sospecha de potencialidades por descubrir. Con todo y lo atrasado de ese pacto, respecto no solo del desarrollo científico de los últimos 50 años, sino del económico, militar y social, es el marco base para un derecho internacional del espacio extraterrestre. Prohíbe, por ejemplo, que, en la órbita terrestre, o en la luna o en cualquier cuerpo celeste, lo mismo que en cualquier estación espacial, se instalen armas nucleares, o de destrucción masiva También prohíbe las pruebas y ejercicios de guerra, la creación de bases militares. El artículo II establece sin lugar a dudas: "el espacio ultraterrestre, incluidas la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera".
Pero violar un tratado internacional no es problema para el emperador furioso. Es parte de su pensamiento supremacista, considerar que su imperio está por encima de cualquier convenio firmado con naciones de menor importancia. El Tratado de París sobre el cambio climático, el acuerdo nuclear con Irán, el otro acuerdo nuclear con Rusia, el Tratado de Libre Comercio con Canadá y México, el Tratado del Pacífico, etc. Puros papeles que ha tirado a la basura sin pensarlo dos veces. Su orden ejecutiva del 6 de abril, aunque no rompe en forma definitiva el tratado de 1967, si lo arruga y lo enrolla en la mano, alistándolo para tirarlo a la caneca de los desechos.
En 1979 se realizó un esfuerzo por actualizar el marco legal sobre el espacio exterior. Se elaboró el llamado Tratado de la Luna. En él, se transfiere a la comunidad internacional la jurisdicción de la luna y los cuerpos celestes del sistema solar, con sus campos orbitales próximos. Algo similar a lo que ocurre con las aguas internacionales de los océanos. Entre sus puntos relevantes, están la prohibición a los estados para reclamar soberanía sobre los cuerpos celestes, como también la apropiación de sus territorios por parte de personas naturales o compañías distintas a entidades internacionales. Así mismo, prohíbe la explotación y el uso de esos cuerpos, sin la aprobación o el beneficio de todos los estados, bajo el principio de patrimonio común de toda la humanidad. Incluye la prohibición del uso militar del espacio exterior, en cualquiera de sus modalidades. Pero este tratado que entró en vigor en 1984, solo ha sido firmado por 17 países. Todos ajenos a los centros de poder mundial. Todos ajenos a la carrera espacial. Entre ellos, cinco países latinoamericanos: chile, Perú, México, Uruguay y Venezuela. Este tratado es otro papel muerto. EEUU, Rusia, China, Japón, India, la UE lo desconocen. Letra muerta.
El 2 de enero de 2019, El Quindiano publicó mi columna titulada “Cañones y misiles apuntan sobre nuestras cabezas”, en la cual comentaba sobre la orden proferida por emperador furioso el 18 de septiembre de 2018, para la creación de la Fuerza Espacial de los EEUU, la sexta rama de las Fuerzas Armadas estadounidenses. La premisa para ello era que “en el espacio también se combaten guerras, igual que en la tierra, el aire y el mar” (1). Hoy, la Fuerza Espacial ya está creada. El espacio es un lugar de guerra. La visión imperial y todas las visiones hegemónicas así lo contemplan. Hace pocos días, el 7 de abril, el subsecretario de estado Christopher Ford afirmó: “No excluimos el uso de armas nucleares en respuesta a un ataque grave contra elementos claves de nuestra infraestructura espacial”. La amenaza como principio de autoridad. En el mencionado artículo, escribí: “El argumento de la seguridad nacional es poco original, pues siempre ha sido el recurso manido por las elites norteamericanas para justificar sus agresiones militares. Pero si es claro el pensamiento estratégico. Se trata de convertir todos los escenarios del planeta y sus contornos en campos de batalla. No basta con someter militarmente nuestra nave astral, sino en afanarse para extender ese dominio a todos los lugares a los que alcance a tocar el largo brazo imperial. Los límites continentales son estrechos ahora para el sueño americano. La libertad del capital y del mercado, quieren izar las banderas de sus bancos en todo el sistema solar y más allá. Los logos de las corporaciones se aprestan a sellar la conquista del espacio estelar. Explotar los recursos espaciales con la misma codicia e irracionalidad con la que se han expoliado los de nuestro planeta. Someter con la fuerza militar y la súper tecnología a la gran masa humana”. No solo ya se ha creado la Fuerza Espacial, sino que se está dando el paso siguiente con la Orden Ejecutiva del 6 de abril. Se trata de la expansión del imperio al sistema solar. De la ambiciosa ampliación de la propiedad capitalista a los astros que orbitan alrededor del sol, ajenos a las mundanas imprentas de dólares de la Reserva Federal.
Parece una locura total, pero no lo es. Se trata de la forma que tiene el capitalismo de apreciar las riquezas naturales. La ambición ciega de acumulación de capital por parte de los individuos. Pero, qué pasa con la postura de Rusia y de China y de otras naciones. El vocero ruso Dimitry Peskov respondió a la Orden Ejecutiva del 6 de abril, diciendo: “cualquier intento de privatizar el espacio exterior es inaceptable” Estos países sostienen la tesis de que el espacio exterior, los astros, los cuerpos celestes deben ser considerados patrimonio de la humanidad. Esta tesis parece digna de aplauso. Pero, ¿quién se cree el hombre?, esa especie advenediza, esos primates parlanchines, ¿quiénes se creen? De dónde la prepotencia para considerar que la tierra es de ellos. De dónde la extravagante idea de que los astros son patrimonio de su especie. ¿cómo pretenden apropiarse de la magnífica luna? ¿cómo adueñarse de esa impresionante estrella amarilla que les da la vida? Y ni hablar de las desmesuradas fuerzas del universo y de las increíbles estructuras del tiempo, del espacio, de la gravedad cósmica. Las huestes del emperador quieren ir a tomarse la luna y marte y todo cuanto puedan del espacio para llenar sus arcas con frío oro y sus bancos con montañas de papel verde. Destruirán todo con su ansiosa codicia. Como los conquistadores de América. Como los colonizadores de África. Como los infames guerreristas de las bombas atómicas. Los otros, los estados antropocentristas, declaran prepotentes que el universo es de ellos. Los microbios que no alcanzan a entender las leyes mágicas de múltiples universos, de dimensiones ocultas e inexpugnables, de fuerzas superiores a las de todos los dioses imaginados juntos. Esos microbios se declaran dueños de todo. Y pensar que un diminuto virus en unos pocos días desnuda sus debilidades más profundas. Y el emperador furioso sigue mostrando los dientes con el ceño fruncido. Y los gobiernos antropocéntricos que proclaman el espacio sideral como patrimonio de la especie, apenas si controlan su sistema de salud para combatir ese pequeño bicho.
Más de dos millones de años de evolución del género homo, para llegar a esto. Una inteligencia desarrollada, pero aún incipiente, limitada por su propia prepotencia. Una tecnología en ciernes, que apenas atisba los secretos inauditos de un universo cuántico que parece regido por la magia, endiosada por poderes pretenciosos. Una conciencia cósmica que aún no rompe el cascarón de su huevo terrícola, acallada por la ciega ambición. Un hombre que se auto proclama superior sobre todas las demás especies para dominarlas a su antojo, que quiere reducir el propósito de la vida a fundir lingotes de metal y acumular papeles que él mismo imprime, a costa de la vida misma. Si puede, se apoderará de la luna y de marte y de todos los astros posibles, para excavar túneles y abrir minas a cielo abierto con poderosos explosivos, mientras, como en las películas de Hollywood, los cargueros espaciales transportan de aquí para allá los metales y los minerales y las nuevas riquezas, destruyendo y contaminando los horizontes de astros recién colonizados. Entonces descubriremos aterrados que la pálida luna ya no es de los poetas. Y todo habrá terminado.
Luis Antonio Montenegro Peña
Periodista- escritor
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