Colegio de Abogados del Quindío
Por: Fernando Elías Acosta González *
“La letra con sangre entra”. Aberrante, denigrante y traumatizante premisa que escarmentaron en carne propia varias generaciones. Para la época, fueron social e institucionalmente aceptable las palmadas, los ‘coscorrones’, los pellizcos, los jalones de orejas, los reglazos en la palma de la mano y el castigo en el “rincón de la infamia”. Para no pocos, adentrarse en el mundo escolar era toda una tortura, pues obsoletos y arbitrarios métodos pedagógicos, no compaginaban con la forma particular en que cada persona aprende.
La ignorancia da para todo, y lo más triste y lamentable, es que no tiene límites. He escuchado a más de un adulto mayor “defender a capa y espada” tan anacrónico y casi salvaje método de compartir conocimientos. “Míreme a mí, me tocó aprender de esa manera y no me convertí ni en tonto y ni bobo”. Eso cree él ‘inocentemente’. Quizás jamás fueron conscientes del daño que les hicieron en su autoestima, cómo atrofiaron sus potenciales capacidades y de qué forma convirtieron en pesadilla, lo que, por su esencia y misma naturaleza, tiene que ser un placer, una dicha, una alegría.
Pero con el transcurso de los años nos hemos ido al otro extremo. De esa manera de enseñar casi al “estilo militar”, se ha ido pasando paulatinamente a la laxitud, fruto de la cada vez más difícil y compleja situación que se vive al interior de los hogares: familias inexistentes o disfuncionales, ausencia de autoridad y falta de disciplina, unido a la “esclavitud moderna”: los celulares y las redes sociales. En las turbulencias de ese mar de dificultades, a los niños, niñas y adolescentes los dejan a la deriva. Palabras más, palabras menos: ¡váyase para la escuela o el colegio y haga lo que pueda!
De ahí que las instituciones educativas, sobre todo las públicas “estén pagando los platos rotos” de ese creciente y preocupante drama social. En el pasado, los mejores aliados – por obvias razones – eran los padres. “Profesor: témplele duro a ese muchacho y sino hace caso, hágamelo saber que en la casa arreglamos”. Había un respeto absoluto hacia la figura del maestro y un acatamiento total a lo que él dispusiera. Su autoridad en el salón y en su clase era incuestionable.
Tiempo atrás era común escuchar: “¿es usted maestro? ¡Está hecho! Vacaciones varias veces año, buenos sueldos y primas; posibilidad de ascenso, régimen especial. Definitivamente se la ganan muy fácil”. Eso creen quienes “ven los toros desde la barrera”, pero el desmoronamiento social, la paulatina pérdida de valores y principios, tienen a muchos de esos profesionales “contra la espada y la pared”. De un lado, una gran mayoría de alumnos que simplemente no les da la gana de aprender, y por el otro, padres o acudientes que se volvieron parte del complejo problema, no para superarlo sino para agravarlo.
Aunque suene absurdo e increíble, pareciera que la consigna de los responsables de esos niños y jóvenes es: “lo que es con él, es conmigo”, haciendo frente común para atacar, descalificar, cuestionar y denunciar temerariamente al docente. Pregunta básica, elemental: ¿a qué va uno a la escuela, al colegio o a la universidad? ¡Pues ni más ni menos que a aprender! Pero ¿cómo enseñarle al que no quiere, al que le alcahuetean en casa diciéndole desvergonzadamente: papito, manita, eso es que el profesor le tiene bronca”.
Tres escenarios distintos, tres realidades y un drama en común: observé impactado hace algún tiempo a un muy curtido docente y exdecano universitario, en una actitud de absoluta frustración y derrota. Intrigado me atreví a preguntarle: ¿qué le pasa? “Me siento totalmente impotente, estos muchachos no quieren aprender”. Fíjense ustedes: no estamos hablando de la primaria o el bachillerato; es el escenario donde están formándose como futuros profesionales. ¿Qué podemos esperar entonces?
Me quedé mirando a una curtida licenciada a punto de jubilarse de un colegio rural: ¿y esa cara de tragedia? Le interpelé. “Estoy sin saber qué hacer. Definitivamente estos muchachos no quieren estudiar. No hay metodología o estrategias que sirvan. Parece que uno estuviera hablándole a una pared. No hay con quién. Eso lo ligo con algo que afirmó tajantemente una docente de Armenia: “qué va. A nosotros que no nos vengan con cuentos. Aquí el verdadero problema de fondo no son malas u obsoletas prácticas pedagógicas, sino los papás que se desentendieron de los hijos, o quienes están a cargo de ellos y quieren que nosotros asumamos un rol que legalmente no nos compete. Somos maestros; el papel de padres lo desempeñamos en nuestros propios hogares”.
* Colegiado