Juliana Giraldo
Recuero que cuando pequeña mi papá nos llevaba al centro de Bogotá a visitar las bibliotecas y las librerías de segunda mano. Entrar a estos lugares y encontrarme con libros de hojas debilitadas por el tiempo y con un olor en particular se volvió de mis momentos favoritos hasta hoy en día. Aunque no podría decir que soy una “come-libros” disfruto infinitamente el placer de leer y de imaginar a través de las palabras. Un libro es casi como una confesión que debe estar escrita para que los años no lo olviden.
Al pasar el tiempo me enamore por primera vez de un libro de lomo amarillo. En ese entonces trabajaba en la biblioteca de mi universidad una carrera nada parecida al mundo de la gastronomía. Estaba acomodando libros y descifrando los códigos pegados al costado para ubicarlos en la biblioteca porque ponerlos mal suponía perderlos casi de por vida hasta que alguien se diera cuenta que estaba en un rincón desconocido, fue así como leí mi primer libro de cocina como si fuera una novela de Cortázar.
No se trataba de un libro de recetas como yo pensé. Era un libro de historia, cultura y gastronomía de todo el mundo. De la relación del hombre y los alimentos dentro de la historia y su significado espiritual. ¿Quién pensaría que un libro de cocina podría no tener recetas? Dentro de mi desconocimiento solo existían libros con recetas que se encontraban en las góndolas de “libros de cocina”. Debo admitir que fui bastante ingenua por eso…
El mundo de los libros es una gama infinita de conocimiento y conversaciones. Desde que vi ese libro de lomo amarillo mi vida nunca más fue la misma, cambie mi rumbo y me enamore de los libros ubicados en esa góndola para “señoras”. Hay algo que pasa en las palabras de estos textos y es el sentimiento autobiográfico que tiene un libro de cocina. Quienes hayan tenido el placer de escribir uno es porque de algún modo u otro han tenido que pasar por cada una de las recetas, culturas, ingredientes y sabores. Es como leer una bitácora para poder llegar al punto perfecto.