Por Jacobo Giraldo
Lichtenberg: “Estaba de moda hace algún tiempo –y quizás aún lo esté- escribir bajo el título de las novelas: Una historia verdadera. Se trata de un pequeño e inocente engaño. Pero, lo que ya no es tan inocente es que en algunos libros de historia más reciente se omitan las palabras: una novela”
Bajo el título de Historias verídicas, Luciano de Samosata (125- 181 D.C), nos refiere en dos volúmenes, relatos que pertenecen tal vez a la imaginación más normal de nuestro tiempo: naves voladoras, alunizajes, humanos que habitan dentro de una ballena; nos describe la naturaleza inquietante de los selenitas, quienes se quitan y ponen los ojos o beben zumo de aire o aire exprimido, entre otros prodigios.
Este juicioso historiador, quien al final del segundo volumen promete que “lo que ocurrió en el otro continente lo relataré en los libros que siguen”, continúa irónicamente una larga línea, que empieza posiblemente en Homero y Heródoto, quienes aceptan sin más a los dioses; pasa por el cuento de El Dorado, que siempre estaba unos pasos más allá de los exploradores avaros; continúa, tal vez, con la majestad terrible de El Triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl) que fascinó y achicó a los aliados; y termina en nuestros días. (Un capítulo aparte merecería el caso de Heinrich Schliemann quien alegó encontrar Troya basado en las descripciones Homéricas).
Esta línea, en muchos aspectos, es la de la literatura o la ficción, pero también es la de la mentira, el engaño, la deformación voluntaria e hiperbólica, etc.
Hay, no obstante, una intención distinta en los ejemplos que propongo. En Historias verídicas, hay la de “relajar su mente y hacerla más vigorosa para su esfuerzo futuro”, mientras que, como se sabe, con las noticias novísimas respecto de la magnífica ciudad de oro, no se pretendía más que extraviar a los exploradores incautos.
Respecto de esta última forma de engaño, que ha dado en recibir el nombre glamuroso de fake news, pero que también ha sido llamada la máquina de fango, me quiero referir.
Recordará el lector que en cierta oportunidad se dio al Atlético Júnior como campeón del torneo profesional colombiano de fútbol, tras decretar que el gol de su contrincante, anotado justo sobre el final del partido, era inválido y, por tanto, el empate logrado no habría realmente ocurrido, ni la posterior victoria de Atlético Nacional durante el tiempo de prórroga.
Al poco tiempo pudimos ver las imágenes divertidas de gente que atiborraba las calles de Barranquilla celebrando el recién obtenido título. Respecto de esto, no nos importa tanto la veracidad de la afirmación de que Júnior accedió al título, o de que este sea efectivamente el papá de tal o cual. Nuestra curiosidad se interesa en la posibilidad de que haya gente que crea tales cosas.
Sería tan agotador enumerar y describir las distintas formas de la mentira que existen, como la tarea de comprobar en los “hechos” todo lo que se dice. Yo creo que el problema no está ahí totalmente; parecería que la credulidad, como ingenuidad, es un problema central de nuestras sociedades. Y acaso cada vez más, en cuanto nos adentramos en la era dominada por los algoritmos y las supercomputadoras.
Algunos, con mayor o menor razón, encuadran esta situación en la larga decadencia de la frase insignia de la Ilustración: sapere aude; o ten el valor de usar tu propia razón (traducción ramplona del suscrito).Sabemos que los computadores ofician día a día de médicos, ingenieros, estadistas, cajeros, incluso, de abogados o de cocineros. Pero que estos tomen el lugar de quienes urden nuestras propias ficciones nos parece pasmoso, a pesar de que las noticias, falsas o no, que circulan aún, son todavía, quién sabe hasta cuándo, imaginadas por humanos.
Llegará el momento (¿no llegó ya?) en que se calcule, como se calculan tantas cosas, qué cosas incomprobables tendrán tal o cual efecto sobre una cantidad x de personas en un espacio y en un tiempo z. Y ese será, sin duda, un momento en el que veremos muchas personas celebrando los nuevos títulos del Júnior.
Para agravar la situación, día a día, vemos crecer la velocidad del flujo de la información, lo que hace casi imposible el rastreo de las fuentes. Aún más, si no se tiene el tiempo para rastrearlas.
He aquí uno de los dioses de nuestro tiempo: la velocidad. Cabría pensar en periódicos que publicaran sus tirajes cada cien o quinientos años. El asombro mayúsculo, o tal vez, frío y torpe, que embargara a los lectores cuando se dijera en primera página y en letras grandes que “Colón descubrió América” es difícil de imaginar.
Todo esto para decir que no estamos preparados para diferenciar las distintas especies, si se permite la expresión, de la ficción. En parte, se dirá, por la escasa o inexistente gimnasia en la “literatura de evasión” que, como nos dice Luciano, relaja la mente, pero también la hace vigorosa para sus ulteriores oficios, “al igual que los atletas y quienes tratan de mantenerse en forma no sólo cuidan de su estado físico y entrenamiento, sino también de su oportuna relajación”.
Volviendo al tema de las noticias y la actualidad, si se puede llamar así, hay, podríamos decir, cierta miopía que nos impide ver lo que tenemos más cerca. Al respecto, se puede leer la Vida de Napoleón, de Stendhal, escrita entre 1817 y 1818 a medio paso entre la imaginación moral del novelista (que oficia de historiador) y la admiración ferviente por la figura de Napoleón.
En un apartado, dice lo siguiente: “Insisto en que la verdad completa sobre Bonaparte difícilmente puede ser conocida antes de que pasen cien años”. Y aún sobre este equívoco, Stendhal escribe no solo un libro sino dos sobre Napoleón.
Es, pues, la opinión pública, un campo de batalla. Y, como dijera Sun Tzu, seguido de tantos otros: el arte de la guerra consiste esencialmente en el engaño.
Nos quedaría, pues, la sola posibilidad de conocer el pasado, digerido y sedimentado, ampliamente comentado, ficcional o conjetural, para poder conocer nuestro presente, huidizo, deformable; y huir de la falsía con pretensión de actualidad o de veracidad, de los diarios de opinión, de chismes, de deportes, etc.
Cuando era niño me asombraba el que siempre hubiera un periódico, más o menos con la misma cantidad de páginas para cada día. Hoy me sigue asombrando. Pero, también me asombro de que los sigan leyendo, al tiempo de que la ficción “evasiva” haya caído en desuso, o de que se tome como palabra escrita en mármol lo que dicen autores como Dan Brown.
¿No es muy diciente, respecto de lo que se decía sobre el final rotundo de la Ilustración, que demos nuestra credulidad al primer mercader de palabras con apariencia de veracidad? ¿No está ello apuntalado en la idea común de que “no es necesario” que pensemos ciertas cosas, o que debemos dejar a los que saben que nos digan lo que hay que pensar?
Decir que la cuestión no está tanto sobre las fake news, sino sobre la fake people, no me parece exagerado.