FICCIONES

9 abril 2021 10:17 pm

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Por Jacobo Giraldo Bedoya

El Federalista, en su ensayo 51, contiene la siguiente afirmación: Si los hombres fueran ángeles ningún gobierno sería necesario. Más allá de su evidente acierto práctico, esconde una tendencia natural de los gobiernos y, en general, cualquier estructura jerarquizada, cual es, la desconfianza hacia el exterior. Como si todo el tiempo estuviera por hacerse efectivo, en su contra, cierto complot.

Una intriga social subyace todos los gestos de nuestras sociedades, por civilizados (o incluso a causa de esto) que seamos. Un desconcierto generalizado confunde nuestras intenciones; la complicación aparece cuando tenemos que rastrear su origen. Y es que siempre, como en las aulas repletas de niñatos escolares que se pelean entre sí, tendemos a averiguar solemne, y algunas veces estúpidamente, “quién empezó primero?”. No son muchas las fuentes “fiables” para rastrear, se podría decir, en cuanto cabe pensar que la dinámica misma del recelo implica la producción de fuentes, o de historias. Así, la relación entre complot y escritura de la historia termina en el centro del debate.

Pongamos un ejemplo para aproximarnos desde otro lugar. La República es un texto básico para lo que se llamaría constitución del Estado o utopía estatal. También, para lo que sería la construcción de la realidad desde el Estado. En cierto apartado escribe Platón: “Es necesario que las mujeres y los hombres mejores tengan relaciones asiduas y que, por el contrario, estas relaciones sean poco frecuentes entre los individuos inferiores de uno y otro sexo. Para resolver esta cuestión se tendrán que hacer, pues, ingeniosos sorteos de modo que el individuo de clase inferior eche la culpa a la mala suerte en cada apareamiento pero no a los gobernantes”.

Aquí aparece un Estado que conspira en contra de los individuos, o de algunos de ellos. Que quiere que piensen en contra de sí mismos (casi les impone psicoanalizarse) y esculpe sus realidades y sus mentes. Cuando ejerce el poder político está imponiendo una manera de contar la realidad. Sostiene el poder también en la ficción. El Estado se convierte en una máquina de hacer creer. Aquí, la definición de Schmitt de la política como la distinción entre amigo y enemigo, puede encontrar una mención.

Es pues, casi una condición esencial del Estado, la sospecha, el recelo continuo, la paranoia institucional. El Estado no puede dar chances; tiene que adelantarse a sus enemigos, aún cuando estos sean invisibles. El Estado (aún más cuando este está inoculado con el virus de la corrupción) juega en un escenario amañado por él mismo, hace trampa. En este sentido, bajo una lógica perversa, se puede hablar de un código civil como ejemplo de texto paranoico (Recuérdese su origen napoleónico, postrevolucionario).

El problema, para el columnista tanto como para el lector, comienza cuando alguien se percata de que el enjambre social donde revoloteamos funciona en torno al complot, al secreto continuo e inalcanzable que tensa las tramas. Para quienes estén avisados se va destejiendo y tejiendo un insoluble y confuso laberinto, a saber: para guardar cierta integridad resulta imprescindible formular un complot ante el complot.

Nuestros miedos y prejuicios están bien anclados en nosotros. En sociedades así, desdibujadas por la malicia, puede resultar casi imposible un encuentro realmente satisfactorio entre individuos. ¿No es esa una de las más valiosas tareas de la JEP?

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