ACTOS DE FE

4 junio 2021 11:41 pm

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Por Jacobo Giraldo Bedoya

De la realidad que llamamos nuestra, y de la cual tanto se habla, ya no quiero decir nada. Hay que hacer algo, me dice mi abuela. Y lo que hago es ir a tomar un libro de mi pobre biblioteca familiar y buscar un lugar cómodo para leer.

Después de la lectura, que todo o nada tiene de evasiva, me pregunto, sin malicia, si un libro o una obra de arte puede influir en lo que denominamos, con desenfado o alguna imprecisión, como realidad. La respuesta a esa pregunta es posible encontrarla en muchos libros y en muchos autores, pero creo que hay dos ejemplos interesantes que nos podrían servir para esta ocasión.

De Alejandro Magno, nos dice Plutarco: “En general, era naturalmente inclinado a las letras, a aprender y a leer; y como tuviese a la Ilíada por guía de la doctrina militar, y aun le diese este nombre, tomó corregida, de mano de Aristóteles, la copia que se llamaba la Ilíada de la caja; la que con la espada ponía siempre debajo de la cabecera”. Y después, nos dice que: “Habiéndole presentado una cajita, que pareció la cosa más preciosa y rara de todas a los que recibían las joyas y demás equipaje de Darío, preguntó a sus amigos: ¿qué sería lo más preciado y curioso que podría guardarse en ella? Respondieron unos una cosa y otros otra, y él dijo que en aquella caja iba a colocar y tener defendida la Ilíada”. Hay que decir que Plutarco también menciona que, a pesar de haber violado la cajita del persa, Alejandro no dio el mismo tratamiento a la esposa de Darío o a sus hijas, todas hermosas. Al contrario, les hizo garantizar la continuidad de su vida lujosa, al paso que se instalaba en las historias milenarias que se contarían en Oriente y Occidente.

Gracias a algún rumor escolar, o a la película de Oliver Stone, sabemos que Alejandro fundó Alejandría, la ciudad griega en Egipto a la que impusiera su nombre, populosa y cosmopolita, erudita e igualmente derivada de una obra Homérica. Plutarco nos refiere que Alejandro exclamó que “Homero, tan admirable en todo lo demás, era, al propio tiempo, un habilísimo arquitecto”, tras haber soñado con un hombre de barba cana que le recitaba unos versos, cuyo contenido le revelaban la ubicación ideal para su ciudad.

Tenemos, entonces, un primer ejemplo, muy antiguo, de esa relación, siempre confusa, que va de la ficción a la realidad o viceversa.

Una segunda figura, acaso menos célebre por su gloria que por sus imágenes comerciales en camisetas o gorras, nos permite ver esto de nuevo, con mayor documentación que en el caso del Rey Macedonio.

Dice Paco Ignacio Taibo II que la lectura de Rabindranath Tagore pudo haber tenido cierto efecto, calmante y vigorizante, en Ernesto Guevara. Y es que por el tiempo de estas lecturas, según se puede ver en fotos, un Ché distendido ayudaba a desmontar la espoleta de una bomba de aviación de 40 o 50 kilogramos de peso, aproximadamente, al mismo tiempo que empezaban las transmisiones de Radio Rebelde, la cual, dicho sea de paso, encontró eco y difusión en emisoras de toda Latinoamérica, entre ellas, la colombiana, Radio Caracol. Pero este ejemplo es uno de tantos y es probable que haya otros más cruciales.

Hay otra escena que condensa mucho más el efecto quijotesco del que hablo. Los recién llegados a las bahías de Cuba, sobre el lomo del Granma, son recibidos con vendavales de fuego. El grupo de desembarco se ha reducido en número y sorprendidos por la ráfaga enemiga, ven al Ché debilitado, herido en el cuello, casi perder su vida. Al respecto, nos dice Guevara, en Pasajes de la guerra revolucionaria: “Quedé tendido, disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente, me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo”

Guevara parece haber recordado la siguiente frase: “Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad”, contenida en un cuento llamado Encender una hoguera (To Build a Fire).

Guevara encuentra en el personaje de London el modelo de cómo se debe morir. Nos dice Ricardo Piglia: “Murió con dignidad, como el personaje del cuento de London. O, mejor, murió con dignidad, como un personaje de una novela de educación, perdido en la historia.”

Yo pienso que, en Colombia, a lo mejor, nos hace falta un personaje, un cuento o un texto, genéricamente hablando, tan poderoso, que nos dé el modelo de cómo vivir. Es posible argumentar que la Constitución de 1991 lo es, pero, lo que se ve en las calles y que próximamente se recogerá, también, en los libros, es lo contrario; es el fracaso del influjo de ese texto que cada vez parece más inoponible y menos durable.

La Constitución Política Colombiana, como libro, acaso de ficción, ha perdido su poder intoxicante. ¿Es necesario que construyamos uno nuevo que pueda inflamar nuestros ánimos y razonamientos, de algo parecido a la democracia, visto que hemos perdido, por la violencia, el influjo poderoso de nuestro texto en teoría más influyente, considerado, en principio, como una suerte de tratado de paz? ¿O, solamente nos hace falta leer un poco más nuestros textos más queridos? ¿No es cierto, también, que, privados aún de morir con dignidad, quisiéramos vivir con ella? ¿Por qué tenemos que recordarles a los nuestros, todo el tiempo, lo que se supone que ya somos o sabemos? ¿Estamos de acuerdo en que nuestras fuerzas públicas combinen la doctrina militar, la Biblia y las teorías conspirativas como la que se refiere a la revolución molecular disipada? ¿No convendría un poco unificar nuestro imaginario? ¿Es cierto que ser colombiano es, como dice un personaje de un cuento de Borges, un acto de fe?

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