LOCURA Y ESTUPIDEZ

14 agosto 2021 12:20 am

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Por Jacobo Giraldo Bedoya

No sé si quiero escribir esta columna. O no sé si quiero escribir sobre lo que voy a escribir, pero, aquí vamos. Me perdone el improbable lector esta desganada revelación de mi intimidad. No se me juzgue con severidad.

Cuando vemos que un juez condena a una persona por la comisión de un delito, sea cual sea, nuestra reacción más habitual es de agrado, de satisfacción, porque asumimos que, dentro del funcionamiento de un estado, es normal e incluso, en cierto grado, un ideal, pero no debemos quedarnos ahí.

Un caso, bajo examen penal, también revela la importancia de analizar la necesidad de la acción penal, valorar los bienes jurídicos por proteger, la dirección y proporción del poder sancionador y, en teoría, concluir que este enfrentamiento entre una persona y el estado solo debiera llevarse a cabo en aquellos casos en que las demás herramientas no hayan sido efectivas para alcanzar el objetivo propuesto. Todo ello por ser el derecho penal una pesada herramienta que priva o condiciona el goce de derechos fundamentales y limita la libertad. Tenía algo de razón Rousseau cuando decía que las leyes criminales, en el fondo, no eran, tanto una especie particular de leyes, como una sanción de todas las demás.

Atenuantes se pueden encontrar siempre: la contrición, la reparación, la asunción de ciertos compromisos, el nivel de escolaridad, la conciencia de que no se obraba algo prohibido, etc.

Pero mi intención no es revisar este debate, que debe darse y que seguramente se dará en nuestro país con ocasión de la sentencia a la empresaria colombiana que divulgó por sus redes sociales el material probatorio, que a la postre, la condenaría ante los jueces, por el delito de daño en bien ajeno agravado, en concurso con instigación a delinquir con fines terroristas y perturbación en servicio de transporte público.

Ahora, en todas las redes sociales de indignación rápida se vuelcan contra los jueces o contra la Fiscalía, o contra el sistema penal colombiano o contra la política criminal. Incluso, contra las mismas redes sociales. Y me parece justificado.

Pero no deja de asombrar un detalle -que, por supuesto no es central, ni de vital importancia- del caso, que se pierde de vista, tal vez, en la mayoría de las opiniones sobre este tema. Es cierto que puede ser otro tema, totalmente independiente. Hablo de la pérdida de privacidad, o bien, podría decir, de la renuncia a la privacidad.

La importancia de la privacidad no parece que tuviera que ser reivindicada; no obstante, aquí estamos haciendo lo contrario. Daniel J. Solove, entre muchos otros estudiosos, cuenta lo que significaba, para los padres de la patria norteamericana, la preocupación constante por que sus cartas fueran revisadas durante la época de la colonia y de la independencia. Incluso, llegaron al punto de escribir en clave. Fue así como, en 1782, el Congreso aprobó una ley que prohibía la revisión de la correspondencia ajena. De todas maneras, las preocupaciones continuaron y un largo y, a veces, no divertido camino, tuvo que recorrerse, partiendo de las enmiendas cuarta y quinta de la Constitución de los Estados Unidos para que tuviéramos en la actualidad las normas en materia de protección de datos personales que tenemos y a las cuales, con gusto, desidia, o llanamente idiotez, renunciamos tan frecuentemente.

Como sabrá el lector, el contenido de estas normas sucesivas fue cambiando. Su evolución constante, y nunca lo suficientemente rápida, obedece, entre otras cosas, a la evolución de las tecnologías con que se transmite la información; es probable que muchas veces pensemos en el progreso como eso: el tiempo que se tarda un dispositivo en transmitir datos a otro.

Algo así pasó con internet, o con las redes sociales o los servicios de mensajería instantánea. Evolución y combinación de la carta manuscrita o mecanografiada, de la telegrafía sin hilos o con hilos, del teléfono, la radio y la televisión, tenemos la panacea a nuestros problemas de aburrimiento o de pudor. El internet parece ser todo y parece querer incluirlo todo, como aquel Aleph del cuento de Borges.

Ahora bien, acaso llevando a cierto extremo insospechado la frase del obispo Berkeley: esse est percipi (ser es ser percibido), y poniendo en contexto este invento -que arriesga con convertirse en una forma de ideología- bajo la óptica de que se inició como una herramienta de uso militar, es decir, de vigilancia y control, e incluso de castigo, se justifica lo dicho por Umberto Eco al respecto: “En otras palabras, por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados colaboran con los espías para facilitarles el trabajo y esta entrega les proporciona un motivo de satisfacción porque alguien les ve mientras existen y no importa si existen como criminales o como imbéciles”.

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