Por Jacobo Giraldo Bedoya
Ha estallado nuevamente algún lugar del mundo: Afganistán. Goza de especial resonancia esta nueva explosión. Pero sabemos que actualmente hay otros lugares con iguales o mayores penurias. Conflictos escalan entre Armenia y Azerbaiyán; Marruecos y Argelia; Rusia y Ucrania.
En medio de este remolino de opiniones y de posturas, francamente insignificantes (como la que aquí se presenta), se nota con claridad la incongruencia de algunos sectores. Ciertas voces, por ejemplo, critican que las potencias extranjeras invadan otros países, al tiempo que, con igual o mayor energía, se condena que esas potencias abandonen los lugares a los que previamente, con uso de armas, habían llegado para imponer su orden.
Siempre está en juego la noción de orden que, por supuesto, tiene que ver con quien levanta la voz y las armas para imponerlo. Siempre lo Occidental está bien, y lo demás vulnera los derechos humanos. Es cierto que los derechos humanos se han convertido en un arma arrojadiza, qué duda cabe.
Es posible, dice el gobierno norteamericano, que el avance talibán hubiera tardado un poco más en tomarse el país si las fuerzas del gobierno hubieran sido más leales a su causa. Pero se sabe que el ejército desmoralizado y sin apoyo aéreo norteamericano, se entregó casi sin luchar ante los nuevos jefes. Es decir, no solo hubo una derrota militar, por decirlo así, si no que realmente, nunca se pudo cambiar la forma de pensar del pueblo. Solo en apariencia se estaban desarrollando unos valores democráticos. Con acciones se ha dejado muy claro; y las acciones dependen de las creencias. Las creencias son, como se sabe, el premio y el campo de batalla.
De nuevo se exige de nosotros un esfuerzo para comprender. Hay un peligro muy grande en no comprender. Tal vez un poco de coraje nos vendría bien; y de honradez.
Y no tiene que ver con “compartir” en nuestras redes sociales imágenes dolorosas de personas desconocidas, ni con indignarnos hasta el hastío por la situación de las mujeres, los niños, los viejos, los enfermos, o todos los demás, hasta los ojos hundidos en el desastre como en la mierda.
Es inquietante comprobar, a través de medios de comunicación que se arrogan importancia por su velocidad en esparcir noticias, que al tiempo que unos huyen despavoridos del régimen, otros llegan alborozados. Escenas de pesadilla inundan nuestras retinas.
Se puede decir que nosotros hemos visto más violencia real o ficticia, a través de pantallas, que nuestros antepasados de la primera mitad del siglo XX, quienes atravesaron dos guerras mundiales casi sin notarlo.
En algún punto hemos perdido la sensibilidad o la hemos convertido en sensiblería. Toda la monstruosidad de la muerte, de las maquinarias del homicidio, se ha vuelto un suave y cómodo sillón de cine; o un pequeño ordenador portátil con forma de teléfono.
¿Qué deberíamos hacer? ¿Hay algo que podamos hacer? Solo cada uno lo sabe. Y sacará sus propias conclusiones. Cabría partir, tal vez, de la sospecha de que, si el “hombre es lobo para el hombre”, los estados, que son la exageración llevada al límite de la naturaleza humana, no vendrían por mejor camino.