Óscar Jiménez Leal
Quizás otro momento difícil padecido mientras desempeñaba la alcaldía de mi ciudad, corrió por cuenta de un hecho minúsculo, pero que se fue creciendo como bola de nieve, hasta volverse casi arrollador, dada la importancia de algunos de sus protagonistas y de varios medios de comunicación que le sirvieron de correa de resonancia.
El hecho se generó por la queja de los vecinos del cuartel del Cuerpo de Bomberos que protestaban insistentemente por cuanto los domingos eran despertados abruptamente por la izada de la bandera acompañada por la banda de guerra a las cinco de la mañana, cuando era el único día que padres e hijos podían dormir hasta tarde.
Como quiera que me pareció justa la queja y en aras de proteger la tranquilidad y la convivencia ciudadanas, invité a mi despacho a su Comandante, don Arturo Díaz Franco, ciudadano a carta cabal, dueño de exquisitos modales y líder cívico de nuestra comunidad que llevaba más de 20 años desempeñando el cargo con singular éxito y pulcritud. A continuación le expliqué los motivos de la reunión y le sugerí en forma cordial la posibilidad de postergar para la ocho o nueve de la mañana dominical el comienzo de los entrenamientos, con el fin de no perturbar el sueño de los vecinos y solucionar el problema familiar creado.
Para mi sorpresa, el amigo afable que tenía al frente desapareció inexplicablemente para dar paso a un personaje desconocido, rojo de la ira y energúmeno que me advirtió: “Ningún alcalde se había atrevido a meterse en su organización interna y menos para colocarse al lado de los enemigos del cuerpo de bomberos que eran su vecinos que actuaban por animadversión a una entidad que no hacía otra cosa sino servirle a los calarqueños.” Para terminar diciendo que no era posible cambiar los horarios de actividades establecidos.
Como de nada valieran las manifestaciones de admiración a tan benemérita institución por la noble misión cívica y social desempeñada y a su Comandante, aunada a la explicación de que solo me movía el ánimo de evitar la perturbación de la tranquilidad y la necesidad de garantizar la convivencia ciudadana, como era mi deber legal, me vi en la obligación de decirle con respeto pero con firmeza que a partir de la fecha le ordenaba, en mi condición de alcalde, el cambio de horario de la izada de la bandera y el entrenamiento; y en caso de que no cumpliese la orden, me vería en la penosa obligación de declarar su insubsistente en el cargo para nombrar a quien estuviese en condiciones de cumplirla, para lo cual le otorgue plazo hasta las nueve de la mañana del lunes siguiente. Antes de despedirse me amenazó con recoger firmas de todo el pueblo en apoyo de la institución que nunca ataqué y de reunir en forma permanente el Consejo de Oficiales de la Institución, hasta cuando fuese revocada la orden.
Convocado el consejo de gobierno para comunicarles el incidente a mis colaboradores, el secretario de gobierno, funcionario con amplia experiencia judicial aunque no era abogado, propuso que en vista de la simpatía innegable que podían concitar los bomberos entre la ciudadanía y la posibilidad de que con ello se menoscabara el prestigio de la autoridad, debería declarar turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio municipal, para prevenir y controlar la peligrosa situación que se podía crear, de manera análoga a como lo hacía con frecuencia el Presidente de la República. La idea fue rechazada por mí, en forma rotunda, y si se menciona es solo para señalar como cunden los malos ejemplos de las autoridades, aun en personas medianamente informadas.
“Ruido de sables en la Alcaldía de Calarcá” tituló en el editorial de Diario del Quindío el periodista Bayron Valencia, para denominar lo que, en su criterio y en el de varios medios de comunicación del departamento, no sé si con sorna, era una rebelión bomberil para atentar contra las legítimas autoridades municipales.
Inmediatamente llamé al subcomandante, Mayor Roberto Zuluaga Ramírez para comentarle la crítica situación y manifestarle que de darse las circunstancias descritas, estaba pensando en su nombre para designarlo comandante de la Institución. A lo cual contestó con generosidad y gallardía que desde luego, el aspiraba a llegar algún día a ese honroso cargo pero no sobre la caída de un amigo y más bien se ofrecía, si lo consideraba adecuado, para mediar en la solución del problema.
El fin de semana y gracias a los espontáneos y buenos oficios de Bernardo Mejía Tobón, Aldemar Duque Llano, Ovidio Hurtado Leal y otros distinguidos profesionales que hacían parte de la nómina de Oficiales del Cuerpo de Bomberos, se logró una solución racional para el pequeño problema que se estaba acrecentando.
Cuando el lunes siguiente entraba al despacho de la alcaldía me estaba esperando el Comandante Díaz Franco, quien con amabilidad y cortesía me comunicó que el Consejo de Oficiales había reformado el reglamento interno y había fijado la izada de la bandera con acompañamiento de la banda de guerra a partir de las ocho de la mañana del domingo de cada semana. Con un cordial y mutuo abrazo nos despedimos no sin antes agradecerle su valiosa colaboración en la solución del pequeño incidente.
Esa noche dormí con la tranquilidad y la satisfacción de haber conjurado un golpe de estado, sin disparar un solo tiro.
Calarcá agosto del año 2023