Por Óscar Jiménez Leal
Nacido en Granada, Antioquia, el 9 de abril de 1933, fue trasladado por sus padres Pedro Pablo Gómez Aristizábal y Aurora Tamayo Gómez a Calarcá cuando era apenas un párvulo. Después de establecer su residencia permanente inauguraron un establecimiento de comercio. Y al tiempo que colaboraba con las actividades comerciales desarrolladas por su familia, realizaba los primeros estudios escolares en la Escuela Girardot, ubicada donde actualmente funciona el Club Quindío, bajo la tutela intelectual del profesor Humberto Jaramillo Ángel, un escritor que ya empezaba a consolidar su merecido prestigio literario merced a la donosura de su prosa poética donde retrataba con fidelidad el paisaje interior de los bien perfilados personajes de sus relatos. Por eso resulta pertinente traer a cuento lo que en alguna ocasión escribió su maestro de las primeras letras sobre el joven alumno: “En un año segundo me correspondió enseñarle, entre sesenta y cinco alumnos, a Octavio Gómez Tamayo. Que era un niño inteligente, atento, distinguido pero un tanto corto de vista por lo que era necesario destinarle al pie del “pizarrón”, como dicen los españoles, un puesto especial”. Así descubrió el docente las disminuciones visuales del alumno asociadas al albinismo congénito padecido.
Tales limitaciones de la visión que en otros cualesquiera hubiesen producido inhabilidades incapacitantes, en Octavio, por el contrario, le acrecentaron los demás sentidos y le fortalecieron su recia y alegre personalidad hasta convertirlo en un genuino gladiador que no le daba ni pedía tregua a nadie. Todos los obstáculos que se presentaron en su trayectoria vital fueron superados por su inteligencia, audacia, perseverancia y disciplina, cual atleta que salta las vallas que lo conducen a la victoria deportiva, sin dejar vestigio alguno del esfuerzo.
Logró terminar los estudios primarios con brillantez y obtener el grado de contador comercial que le permitiría acceder a cargos de empleado de la Caja Agraria o Jefe de Estadística Municipal en los años 50, y ser nombrado Personero Municipal en la década siguiente.
Posteriormente, y bajo la égida del abogado y poeta Jamid Albén Jaramillo Trujillo, paisano y amigo común, quien fungía como juez de Instrucción Criminal, Octavio fue designado secretario de su despacho donde asumirían delicadas investigaciones por los crímenes surgidos a raíz de la confrontación armada que desangraba el país, producto de la guerra fratricida no declarada de que da cuenta la crónica roja de la época.
Luego habría de desempeñar importantes cargos a nivel nacional en el Ministerio de Obras Públicas, la Contraloría General de la Nación, Pro Social y en el Departamento Administrativo de la Función Pública, siempre a nombre del partido Conservador del cual era fervoroso militante. Igualmente, fue designado juez promiscuo municipal de Gutiérrez, Cundinamarca, cuando apenas cursaba sus estudios de abogado en la Universidad Católica de Colombia. Esa misma afiliación partidista le fue reconocida por el favor popular que lo consagró como concejal de la ciudad por más de 20 años y también por la circunscripción electoral del Quindío que lo eligió diputado a la Asamblea Departamental y representante a la Cámara.
Sin embargo, tan disímiles desempeños burocráticos y políticos ejercidos con rectitud y laboriosidad, no fueron óbice para que diera a luz publicaciones de su autoría como “Glosas, canciones y versos” (2014) o “Versos e Historias” (2023), donde dejó consignados nobles y profundos sentimientos de amor y gratitud hacia Gilma Pardo Padilla, su amantísima esposa y compañera a perpetuidad, hacia sus hijos, nietos y amigos, pero sobre todo al pueblo que lo gratificó y adoptó como uno de sus mejores hijos: Calarcá. Tampoco fue obstáculo para revelar su faceta menos conocida y de la cual disfrutó en grado sumo, cual fue la de compositor de bambucos, pasillos, vallenatos y cumbias, cuyas letras corren publicadas en sus libros.
Su fervor cívico lo llevó al Club de Leones Monarca de Calarcá, colectivo ciudadano que le ha dado lustre y prez a la ciudad con sus programas de ayuda a los más desvalidos de la comunidad, que lo tuvo entre sus eficaces y distinguidos integrantes por más de 20 años.
Por su multifacética, noble y cálida personalidad, bien hubiera podido predicar, —si su modestia lo hubiese permitido—, lo del proverbio latino atribuido a Publio Terencio Africano: “Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”
Por todo ello, hago mías las afortunadas afirmaciones expresadas por el poeta y dirigente cafetero Elías Mejía Henao cuando al prologar alguno de sus libros dijo: “Su risa franca, ruidosa, es afirmación de amistad. Su trato en diminutivo para decir el nombre de las personas que aprecia, es caricia para el espíritu de sus contertulios cuando en cualquier esquina se detiene a conversar. Seriedad a carcajada batiente y amistad a borbotones, son las dos frases que se me ocurren para definir a este gran ciudadano que por fortuna conozco.” No resulta pues exagerado decir que Octavio no estuvo muy alejado del cumplimiento del anhelo de tener un millón de amigos como lo postula la canción de Roberto Carlos.
A la par de la justificada consternación producida entre los suyos por su partida, sus numerosos amigos y la comunidad quindiana, todos debemos agradecer a la Providencia por el perpetuo legado paradigmático dejado a su distinguida estirpe y a quienes siempre admiramos el ímpetu que le imprimía a los quehaceres públicos encomendados y a los emprendimientos de su propio caletre.
Bogotá 15 de octubre de 2023