Para una polilla como yo, todo libro sabe lo mismo, es igual un clásico a un tratado que nadie lee. No diferencio las hojas del lomo o la pasta. En cambio los humanos distinguen los sabores literarios. Un lector satisfecho da el último bocado y le sabe a desayuno de monje. Es la sazón virtual.
Muchos libros no registran ni el olor de la comida. Como hablan de seres de tinta y papel, el autor considera irrelevante que almuercen ricos y pobres y a las señoras las pone a dieta. En las novelas el protagonista no come ni va al baño. El escritor desecha los asuntos de la carne, las consignas coprológicas, en un mundo donde existen menos platos que cucharas y más celulares que inodoros.
Pero no siempre fue así. Cervantes no dejó morir de hambre a don Quijote: «Una olla algo más de vaca que ternero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres cuartas partes de su hacienda».
Leopoldo Bloom, del Ulises de Joyce, «comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, el corazón relleno asado, las tajas de hígado rebozadas, las huevas de bacalao fritas y los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina, levemente olorosa».
En Gargantúa y Pantagruel, Rabelais asistió a la cena familiar: «Fueron asados dieciséis bueyes, tres terneras, 32 terneros, 63 cabritos, 398 cochinillos, 220 perdices, seis mil pollos, sesenta gallinetas, mil cuatrocientas liebres, once jabalíes, diecisiete ciervos, 140 faisanes y algunas decenas de palomas, cercetas, alondras, patos de la India y otros pájaros abundantes, guisados en un mar de verduras».
Tomás Carrasquilla cuenta qué comían en Antioquia en los matrimonios de La Marquesa de Yolombó: «Eran fiestas públicas con matanza de terneros y cerdos, sin contar las carnicerías en montes y corrales….Nadie quería perder aquel desayuno con tanta cosa de trigo y azúcar… los negros sacaban a la calle o a la plaza, los peroles de ajiaco, los talegones de arepas».
El buen lector acepta que los personajes tengan cuerpo glorioso; él sabe cuando un libro es suculento o insípido, si le falta sal o le sobra ajo, si el sancocho tiene enjundia o al seco se le quemaron los frijoles.