Una señora del antiguo testamento olvidó el consejo de no mirar atrás y por su curiosidad la convirtieron en estatua de sal. El castigo fue suficiente para que las estatuas se pusieran de moda. Aun las estatuas de nuestros días recuerdan el episodio y tienen cara de aburrimiento. ¡Cuántas estatuas quisieran huir de su gloria!
Los estudiosos hallan en las estatuas la prolongación de la indiferencia humana. Erasmo cuenta que Diógenes buscaba estatuas para hacerles preguntas y pedirles favores. A quienes se maravillaban de su proceder les dijo que lo hacía para acostumbrarse a vivir sin estrés si llegaba al caso de pedirle un favor a alguien que se hiciera el sordo. Sócrates decía que las estatuas de los próceres y de los políticos sólo servían para que las coronaran las palomas. (Eso era en Atenas. Por aquí debe ser distinto). Una profesora de abundante humanidad iba a la Plaza Botero a aconsejarle la dieta del limón a la «Señora sentada». Y así.
En «Preparación para la muerte», Erasmo dice que la fama de las estatuas aumenta o disminuye con la reputación del modelo. Puede ser cierto. Hay estatuas que comienzan en bronce y acaban en espantapájaros, en el basurero del iconoclasta. Pero también hay estatuas que manifiestan su afinidad humana. Hace poco, en Bogotá, quince estatuas históricas amanecieron con tapabocas y este letrero: «¿Qué aire estamos respirando?»
Hay ocasiones en que la erección de un bronce genera controversia: No todo es euforia / al develar la estatua, / unos aplauden, otros quisieran / estrenar un cañón.
Desde el comienzo el arte fue imitación, reflejo de la vida que busca la permanencia de su tránsito en el tiempo, como ofrenda a una deidad o recurso para inmortalizar lo efímero y mudable. Acercándose el siglo XX, el arte se aparta de copiar la realidad y comienza a expresar también ideas, experiencias, sentimientos, sueños. El arte figurativo permite que la propuesta de imitar la vida no sea el único sendero.
Hay momentos en que la vida imita al arte, como ocurre con las «estatuas humanas» de calles y plazas, que en Armenia podemos observar cualquier tarde en la carrera 14, con su capacidad de transmitirle al espectador la sensación de hallarse frente a una estatua real. Los peatones se detienen, atraídos por la vestimenta, el maquillaje, la expresión corporal, el silencio, la inmovilidad a que puede llegar una persona para subsistir. Los niños quieren que la estatua brinque, parpadee, diga algo, porque la idea opuesta a las creencias tradicionales es depositaria de atención. «Lo menos que se puede esperar de una estatua —dijo Dalí— es que no se mueva». Hay asombro ante la escena paradójica en la que un ser viviente imita la actitud muda e inmóvil de una escultura, como dando a entender que la libertad precisa de la palabra, del movimiento. La estatua humana podría definirse como el cuerpo frágil que por instantes alcanza el borde de la eternidad, la gloria, la belleza circunscrita a una obra de arte.