Bolívar y el hermano Benjumea

29 octubre 2017 3:25 am

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Antes de la información en tiempo real, los lectores de la prensa escrita debían esperar a que saliera el periódico para saber lo que estaba pasando. Hubo pueblos en Colombia donde el periódico llegaba con dos o tres días de retraso, en correo de mula. Aun así la gente de esa época vivía en la modernidad de las comunicaciones si la comparamos con el tiempo del ruido cuando las noticias de España llegaban a bordo de las carabelas. Los cronistas cuentan cómo los «criollos» santafereños debían regocijarse con el nacimiento de una infanta o llorar por la muerte del rey, por mandato de la Real Audiencia. El bando los enteraba de los sucesos ocurridos en la corte dos o tres meses antes.

El 9 de agosto de 1819 Simón Bolívar entró victorioso a Santafé, después de las batallas del Pantano de Vargas y de Boyacá. La gente salió a recibirlo hasta el Convento de San Diego, una edificación construida por los franciscanos a comienzos del siglo XVII, en terrenos de la hacienda Burburata, al borde del viejo camino que conducía de Tunja a Santafé. Por ahí se conserva la construcción de estilo neocolonial, conocida como la Iglesia de San Diego, en el barrio del mismo nombre, situada entonces a la entrada de la capital.

Al pasar la tropa, el hermano Benjumea, un añejo fraile realista, salió del claustro y se atravesó en el camino con un sermón de improperios contra el Libertador, tratándolo de ladrón, hereje, masón y otros calificativos insultantes. La escolta detuvo al hermano Benjumea y Bolívar ordenó su fusilamiento inmediato en el patio interior del convento. Avisado el padre guardián del monasterio vino a suplicarle a Bolívar el perdón de la vida del monje, diciendo que estaba como enloquecido. El Libertador accedió al perdón con el convenio de mantenerlo encerrado en un cuarto, hasta nueva orden y que el superior o guardián del convento respondiera con su cabeza del cumplimiento del mandato. El hermano Benjumea fue confinado en la segunda planta del convento, en una pieza con ventana al camino. Allí le llevaban la comida y un hermano carcelero lo bajaba al patio una vez al día a hacer sus necesidades.

Tiempo después fue designado presidente de la Nueva Granada don José Ignacio de Márquez, oriundo de Ramiriquí, Boyacá. Vino desde su tierra a tomar posesión de la presidencia, acompañado de muchos seguidores que se unieron a una cabalgata de recepción en el Puente del Común. Entraron a la capital con una banda de músicos, pólvora, vivas y aclamaciones.

El hermano Benjumea pudo oír la algarabía y se asomó a la ventana para preguntarle a uno de los que estaban abajo cuál era la causa del bochinche. «Ay, padrecito, le gritó el parroquiano, es que viene un doctor Márquez de Boyacá a sentarse de presidente». El fraile, sacudiendo las manos como si se las hubiera quemado, dijo: «Y entonces, ese tal Golívar… ¿qué se hizo?».

El Libertador había muerto siete años antes, en 1830.

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