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Un bostezo en el velorio

3 noviembre 2017 2:19 pm
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Los familiares y amigos se reunían durante una noche para velar al muerto. Según las costumbres de nuestros pueblos andinos en la sala de la casa exponían al difunto en el cajón abierto, el cuerpo tapado con una sábana, entre cuatro candelabros, con el rostro al natural porque no había maquillaje fúnebre; si fallecía con la boca abierta le ataban la quijada con un pañuelo, si moría con un ojo abierto, era señal de que vendría pronto a llevarse a un pariente. Vestían al cadáver con su mejor ropa, pero sin calzado para que no se levantara a penar. Si a las señoras no les ponían mortaja de ruedo largo, se rezagaban de las otras ánimas benditas en los recorridos nocturnos. Era usual que al muerto le juntaran las manos sobre el pecho, anudadas con una camándula o sosteniendo una cruz. Los asistentes hacían fila para ver cómo había quedado el muerto. Dolientes y amigos se sentaban en torno al cadáver para encomendar el alma del extinto, dirigidos por un rezador de voz potente. En los descansos ensalzaban las virtudes del finado. «No hay muerto malo», decían.

La viuda recibía las condolencias y abrazos de los visitantes y las tarjetas de sentido pésame o sufragios. En los sufragios costosos, el finado quedaba inscrito a cierta cantidad de misas que iban a decir por él para sacarlo del purgatorio. La viuda vestía de negro y guardaba luto durante un año.

Si alguien bostezaba en el velorio, contagiaba a los demás. Entonces los deudos repartían rondas alternadas de tinto, chocolate con pan, aguardiente y tabacos entre los bostezadores. En los velorios campesinos había cena de medianoche. Los niños se dormían en el regazo de padres o abuelos y éstos los despertaban de un codazo a la hora del reparto. Al velorio solo llevaban niños con uso de razón, pues a las señoras embarazadas y los bebés los podía tocar el difunto y les daba yelo de muerto. Al velorio y al entierro los asistentes llevaban coronas o ramos de flores hechos por ellos mismos. En las nueve noches siguientes al sepelio se rezaba el novenario, la última noche el rezo era más largo y terminaba con una comilona. Durante el novenario ponían una mesa central con un vaso de agua y una flor sumergida, para que el alma del finado viniera a beber.

Los deudos escogían el entierro de tercera, segunda o primera, con uno, dos o tres sacerdotes. En el entierro de primera los celebrantes llevaban al difunto de la casa a la ceremonia del templo (no había misa), con redoble de campanas y luego encabezaban el cortejo al cementerio para bendecir la tumba. Si el muerto era un niño, los papás le ponían una corona de papel dorado en la frente y en el entierro había acompañamiento de músicos. Si el muerto era notable, antes de ir al cementerio le daban vuelta de plaza. Era costumbre que al momento de la inhumación los asistentes arrojaran puñados de tierra o flores sobre el ataúd.

Casi en todos los pueblos el cementerio pertenecía a la parroquia y estaba prohibido sepultar allí a miembros de partidos políticos contrarios a la iglesia, personas que morían sin confesión, ateos o suicidas. En algunos lugares a éstos los enterraban en un solar, fuera del cementerio. En varias poblaciones se fundaron cementerios para extranjeros y laicos a quienes les negaban cupo en los camposantos. Así nació, en la primera mitad del siglo XX, el Cementerio Libre de Circasia, para acoger a cualquier difunto, sin reparar en la creencia, ideología o comportamiento que hubiese tenido en vida.

 

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