Glorias de este mundo

5 abril 2024 1:45 am

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Pedro Elías Martínez

Para muchos la gloria es otro nombre del dinero. Con esa medida, aunque pasemos por el mundo sin pena ni gloria, el objetivo de las disputas humanas es alcanzarla como sea. La gloria suele nublar el pensamiento, hasta hacernos olvidar los peldaños usados para subir al balcón.

Cuando el general victorioso desfilaba por las calles de la antigua Roma, entre vítores y aplausos de la multitud, un esclavo iba detrás repitiéndole al oído la frase en latín: memento mori, (recuerda que debes morir), buscando que la gloria del momento no convirtiera al ídolo en ambicioso y usara su poder contra la ley.

El destino de las personas consiste, a veces, en ir cambiando pedacitos de gloria por etapas y hasta por trozos de existencia. Don Blas de Lezo, una vieja gloria de la Armada Española, estuvo en la batalla de Gibraltar de 1704 y un cañonazo le mochó la pierna izquierda. Ahí mismo y por haber quedado cojo, Luis XIV lo ascendió a alférez de bajel de alto bordo.

En 1707, en Tolón otro cañonazo le sacó el ojo izquierdo y fue nombrado vigía y capitán de fragata. En la batalla de Barcelona perdió el brazo derecho y lo hicieron capitán de navío.  A los veintiséis años, don Blas, tuerto, manco y cojo, «era el hombre más averiado de las milicias del mundo». Pero le faltaba cubrirse de gloria.

En 1741, después de perder los dientes en otra refriega, era el comandante general de Cartagena de Indias y la defendió con éxito del sitio a que la había sometido el almirante Edward Vernon. El asedio de Vernon reunió la más grande flota de guerra inglesa del período colonial y amenazó con acabar la presencia española en el Caribe. Vernon estaba seguro de su triunfo y cantó gloria antes de tiempo: hizo acuñar monedas conmemorativas en las cuales aparecía don Blas, arrodillado de perfil, rindiéndole la espada con la mano buena… Pero antes de retirarse en derrota, uno de los últimos cañonazos de Vernon astilló la mesa donde cenaba don Blas, dañándole la mano y la pierna que le quedaban. La infección de las heridas ocasionó su muerte.

Los antiguos representaron a la Gloria como una señora con trompa, que no da abasto publicando nombres y oficios de los elegidos. Aunque Balzac considera a la gloria como un veneno para tomar en pequeñas dosis y los ermitaños la catalogan de frágil y precaria, don Blas de Lezo figura en los anales de la humanidad. Algo que sueñan también con alcanzar estadistas y científicos, narcos y políticos, generales y bandidos, jíbaros y deportistas, fabricantes de bombas y consentidos de las musas…

Tanta brega para escuchar al final un trompetazo desafinado, porque en estos tiempos todo se corrompe, falsifica o devalúa, y la Gloria inmarcesible alquiló su instrumento para sobrevivir a la inflación.

ELOGIO DE LA GLORIA

Con ansia la persiguen, el poeta

y el pianista de clásicos salones,

el autor de prolijos novelones,

el torero avezado en la muleta.

 

La sueña el arquitecto en la maqueta,

el pintor esbozando bodegones,

y la buscan los sabios cegatones

que engendran feligreses en probeta.

 

La avizora en su fallo el magistrado,

el padre de la patria en el senado,

el jurista entre códigos e incisos…

 

Yo, iletrado, de oscura trayectoria,

llevo años persiguiendo a doña Gloria,

la que tiene un asadero de chorizos.

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