martes 13 May 2025
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¡No juegues con el juguete!

14 mayo 2023 5:50 am
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Volver la vista atrás para contar una anécdota es estar allí y presenciar, otra vez, eso que nos causó angustia, temor, felicidad, dolor, rencor. Iniciamos la historia, damos el contexto, presentamos la situación y entonces aparece la ansiedad, el miedo, la risa, el llanto, la rabia. Cuando recordamos, en ocasiones, sentimos de nuevo, hay enojo, el momento se hace tangible, lloramos. Narrar la infancia, para algunos, es contar la felicidad de vivir sin preocupaciones: juegos, paseos, risas; hasta los accidentes se narran en tono de nostalgia, están en el árbol, escuchan la voz que los regaña desde abajo, saltan nuevamente sintiéndose libres y poderosos, caen, la pierna se rompe, están en cama por varios días certeros en que no se puede volar, pero que la muerte aún es lejana.

Añoramos el pasado porque no queremos sentir lo de ahora. En ese momento las situaciones solo ocurrían, pero hoy son anécdotas que traen consigo el volver a mirar e interpretar eso que fue. Queremos estar allí, gritar, correr, ensuciarnos con tierra, barro, agua; descubrir las alturas, las quemaduras, la vida misma, y entonces volvemos a repetir – Qué buenos tiempos cuando me preocupaba porque la salsa del helado no era de chocolate –.   

Cuando pequeño me preguntaba si los adultos nunca habían sido niños, si nunca se habían equivocado, si no se habían caído, ensuciado, dañado un hueso; parecía que no nos entendían, que solo querían que fuéramos un adorno en la sala: quietos, inmaculados, callados. Nos trataron como si no dimensionáramos la situación, como si no escucháramos el llanto de las noches, como si los problemas familiares fueran ajenos, como si no pudiéramos comprender la angustia porque el pago se había retrasado y no había con qué pagar el agua, la energía, el gas. Los adultos que me tocaron apelaron a la ingenuidad infantil como norma, confundieron inocencia con niñez y entonces hacían y decían cosas que pensaban que no comprendería, pero yo todo lo captaba muy rápido, sin embargo, aprendí que aunque lo entendiera no podía hacer nada, no tenía cómo hacerlo, no debía agrandar la situación y, entonces, aprendí a callar los sentimientos.

En el capítulo 21 de #PerrosCriollos, un podcast audiovisual realizado por Lokillo Florez, Juan Pablo Martínez y Julián Gaviria, hay una anécdota, de las tantas que se suelen narrar, que me hizo recordar y enojarme nuevamente ante el absurdo de nuestros padres y sus formas de crianza. No tuve discman porque para don Papá eso dañaba los oídos. No podía tener un PlayStation porque eso dañaba, supuestamente, el televisor. Había juguetes que no podía usar porque supuestamente no eran para eso y se dañaban. La anécdota que cuenta Lokillo va más o menos así:

Su familia era pobre, sus padres no tenían dinero para comer o darles cosas. Su papá trabajaba y la madre cocinaba, su papá le pegaba, su madre lo consentía, su padre le pegaba, su padre le pagaba, su padre le pegó. A pesar de esto, con resignación, cuenta que el Lokillito un día se armó de valor y les pidió a sus papás un juguete diferente, no esos que compraban en la calle, que eran de un solo color; o esos que tenían nombres parecidos: Powers Steel, Poli Station, Barbara. Juguetes de calle que al momento de hacer notar la diferencia los padres apelaban al desagrado: ¡Eso es lo mismo!, ¡Todo es igual!, ¡Para qué el otro si lo va a dañar!, ¡Eso no pasa nada! Aunque esa vez fue diferente, el papá atendió el requerimiento y ahorró para comprarle al niño un avión.

Según el narrador,  le compraron un avión más grande que todos sus juguetes juntos. Era de pilas, con luces, se movía, tenía ruedas, andaba solo, es decir, era un juguete con todos los juguetes. El niño estaba feliz, nunca había visto algo similar, ni siquiera en sus amigos, era la oportunidad, según cuenta, de jugar con orgullo afuera de la casa y ser la envidia de sus vecinos. El único problema era la regla general: no podía usarlo. Lokillo cuenta que no entendía por qué si el juguete era un juguete no podía jugar, su padre le dijo claramente – ¡Es que usted lo daña! –. Así que lo ubicaron en una repisa y desde allí observaba al niño cada día que se paraba a mirarlo y a imaginarse las aventuras que tendría con ese avión.

Mientras Lokillo contaba esto, la risa que causa la anécdota se fue opacando en mi rostro al recordar la repisa de mi casa, de la casa de mis primos, de la casa de algunos amigos. Viví nuevamente esa situación de ver hacia arriba, estirar las manos y escuchar la voz que decía – Cuidadito con bajarlo, usted se pone a jugar y lo daña – . Y luego mi voz aguda que decía – ¡Entonces para qué me lo compró si no lo puedo usar! –. Fueron muchos los días en que se repetía esta conversación. Nunca comprendí por qué los adultos compraban cosas que no podían ser usadas, solo admiradas, solo vistas en momentos especiales o importantes, pero si estas cosas por alguna razón como el desuso, el descuido o el tiempo se dañaban, de inmediato pasaban a ser parte de la caja cotidiana de juguetes.

En un acto de rebeldía interno decidí regalar los juguetes favoritos en un supuesto hecho de ayuda a los necesitados, pero realmente era para no verlos más, para deshacerme enteramente, para no volver a jugar, porque para qué juguetes que no se podían usar. Estaba aburrido, creo que entonces decidí que era momento de madurar, por esos días le dije a mamá que no volvería a escribir cartas al niño Dios, que no esperaba más juguetes. Los despreciaba, por algunos meses había dejado de jugar, ya no me interesaba, ni me entretenía, con el televisor no hacía tanta bulla y mamá no me regañaba tanto, por eso ella supuso que era porque estaba creciendo, no le dio nostalgia verme empacarlos y darlos a otros niños, ella pensó que era el crecimiento, pero realmente yo estaba enojado, las preguntas no se me respondieron y entonces no volví a tener juguetes, no volví a jugar, lo demás es otra historia.

Johan Andrés Rodríguez Lugo

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