El hombre ha llevado a cabo, desde la antigüedad, una lucha constante para dominar con su inteligencia la fuerza de la naturaleza. Hay que reconocer que sin este dominio y superioridad no hubiera sido posible ni el progreso ni la civilización.
Las relaciones del homo sapiens, sin embargo, con el entorno que lo acoge han sido siempre difíciles y tensas. La convivencia respetuosa y en armonía no ha sido a lo largo de la historia una nota positiva destacada. También en períodos anteriores al nuestro hubo profundas mutaciones de la tierra que no fueron producto de desgracias o acontecimientos naturales, sino consecuencia muy directa de la manipulación humana.
Sería suficiente recordar la destrucción de la mega-fauna europea del paleozoico o la deforestación de la Américadel Norte precolombina o la desertificación de las estepas mongólicas u otras regiones.
Los desastres ecológicos no son por lo tanto algo reciente. La gran diferencia radica en que el poder que hoy tiene el hombre sobre la naturaleza supera en proporciones gigantescas al que poseía con anterioridad.
Hay quienes han achacado al cristianismo la culpa del despojo salvaje de la naturaleza argumentando que su llegada habría desacralizado al mundo por considerarlo como una realidad de la que el hombre es dueño y soberano. La visión cristiana antropocéntrica sería elorigen de los actuales problemas ecológicos. De hecho, en la visión cristiana el ser humano aparece desde la creación con un poder, otorgado por Dios, para someter y gobernar la tierra.
Sin embargo, no sucedió precisamente así. Es verdad que el cristianismo desacralizó la naturaleza dejando a un lado las distintas concepciones panteístas que la consideraba intocable, sagrada y poseedora de cualidades divinas.
El hecho de la creación, nacida de las manos amorosas de Dios, le otorga un cierto carácter sagrado por su origen, pero manifiesta al mismo tiempo su radical distancia con el creador, como una realidad absolutamente distinta y de un orden inferior y diferente. En ella, el hombre aparece como centro y señor, con la tarea de llevar adelante ese primer impulso divino que hizo posible su existencia. Pero ni esta concepción antropológica ni los textos bíblicos que la explican, justifican un comportamiento en el que el hombre deja de ser dueño para convertirse en déspota.
Ni si quiera se trata de conservar virgen a la naturaleza como si fuera intocable, ni convertir al ser humano en un elemento más del ecosistema. La visión religiosa tampoco permite caer en una postura irracional, que acepta el despojo brutal y el dominio incontrolado.
La explicación de esos abusos no hay que buscarla, por lo tanto, en una enseñanza religiosa, sino en la actitud y estilo de vida adoptado por el hombre, que los provoca y posibilita. Las razones de las catástrofes ecológicas hay que buscarlas siempre más en la difusión de una concepción “economicista”, que todo lo mide con los parámetros de la globalización reinante cuya ideología inspiradora es la lógica del mercado.
Habría que promover valores que representen una real alternativa al actual modelo de civilización como la gratuidad y la solidaridad, el respeto para el otro y la adopción de estilos de vida que configuren una ética concreta que conduzca a la auto reducción de las exigencias y al rechazo del derroche.
El camino a emprender por lo tanto es la renuncia a lo “cuantitativo”, esto es, a la multiplicación de las necesidades y a la mera explotación de la naturaleza para poner cuidado a lo “cualitativo”, es decir, al mejoramiento de la calidad de las relaciones tanto entre los hombres como con la naturaleza.
Nos hemos acostumbrado a medir el nivel de vida con la renta per capita, como si la felicidad del ser humano radicara exclusivamente en lo medios económicos, que posibilitan un confort material cada vez más alto. El tener obsesiona y hacia él se dirigen todos los esfuerzos, mucho más que hacia mejorar cualitativamente la existencia.
Mientras no exista una toma de conciencia por parte de todos, el futuro no se presenta demasiado optimista. La despreocupación que se tiene frente a la ecología, refleja perfectamente la despreocupación que se observa frente a la degradación del hombre.
Hans Jonás, rememorando el “imperativo categórico” de Kant, ha formulado su “imperativo ecológico” así:
“Actúa de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la auténtica vida humana sobre la tierra; o, dicho en negativo, actúa de tal manera que los efectos de tu acción no sean destructivos para las posibilidades futuras de la vida; o sencillamente: no dañes las condiciones necesarias para la permanencia indefinida de la humanidad en la tierra, y utilizando de nuevo una formulación positiva: incluye en tus opciones presentes la integridad futura del ser humano como objeto paralelo de tu volición”.