Nunc dimittis servum tuum, Domine. Esto es, ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, o Señor. Así comienza el cántico de Simeón, el judío justo, al ver a Jesús presentado al templo. La primera palabra que dice, dirigiéndose a Dios, es dimisiones. Antiguas costumbres que se habían olvidado, la espera mesiánica termina porque el mesías está allí, lo está teniendo entre sus brazos.
Se entra en otra órbita y punto.
Es precisamente lo que le sucedió a la Iglesia. Sacudida por la corrupción en su organización y por graves escándalos en su personal, huérfana de luz, la Iglesia tanteó distintos caminos y descubrió que no existían varios caminos sino uno solo: el camino del trono vacío, para que lo ocupara quien supiera hacer propio el nunc dimittis, despojándose del poder y de las mitras majestuosas.
Desde San Francisco al beato Antonio Rosmini que en su obra “Las cinco llagas de la Iglesia” denunció el peligro que las riquezas puedan esclavizar a los ministros y clamó por la transparencia en la administración de los bienes eclesiásticos, siempre hubo profetas que le han recordado a la Iglesia su deber ser de servidora.
Un único hilo ligó las dimisiones de Benedicto XVI el 10 de febrero de 2013 y la elección, el 13 de marzo del mismo año, de Papa Francisco: un mes todo bajo la misma característica que el filosofo y semiólogo francés Roland Barthes llamaría “desocupación de los espacios”.
Todos deberíamos expresar sentimientos de gratitud hacia el Papa Benedicto, por su magisterio y sus enseñanzas, limpias y nítidas como el cielo despejado en un verano de Castelgandolfo y por aquella renuncia que tal vez es la expresión más alta de su amor por la Iglesia. Un Papa que padeció durante ocho años la comparación casi extenuante con su predecesor hasta el ultraje de quien llegó a afirmar, que a diferencia de Juan Pablo II, habría optado por bajar de la cruz, y ahora su mite y amable timidez continúa siendo comparada con la exuberancia de su sucesor. Si no hubiese existido ese gesto de humildad y de coraje de Papa Benedicto, ¿quien más hubiera abierto la puerta al viento de un nuevo Pentecostés?
Es significativo que el nuevo Pontífice haya rechazado los oros de las catedrales y las vestiduras ostentosas de los ceremoniales. Recomenzar, siempre es posible, si se tiene la humildad de cuestionarse a sí mismos, radicalmente. “Quaestio mihi factus sum” decía San Agustín, es decir, yo mismo me hice un problema para mí mismo, un peso.
Recordando la sencillez y la pobreza de San Francisco, el Papa habló a los cristianos con palabras inesperadas, no de quien pontifica sino de siervo. “Oren Ustedes por mí”. En aquella noche romana no se percibió cuáles serían los efectos de ese mes de trono vacío. Solamente se puede afirmar que la Iglesia debía pasar por allí.
Un Papa que subraya que es antes que nada obispo de Roma, que predica desde el ambón, como un buen párroco, que llama por teléfono a los amigos como lo hacía cuando era obispo de Buenos Aires y a la muy amada Virgen María le lleva un ramito de flores de una manera muy sencilla, como un novio enamorado, es muy más parecido a Pedro que a un príncipe, aun fuera de la Iglesia.
Contemplando con admiración a Francisco, a veces me encuentro a pensar con una punta de orgullo que en su sangre y en su corazón está mi tierra del Piamonte, aquella tierra que el obispo de Buenos Aires se había llevado en un frasco hasta Argentina y es de alguna manera presente a lado del monograma del Cristo típico de los jesuitas y de la estrella de María en el singular escudo episcopal( un cultor de la heráldica hablaría de la flor de nardo de San José), sin embargo el racimo hace pensar enseguida en los viñedos que los parientes del Papa Bergoglio todavía cultivan en las colinas de Portacomaro cerca de Asti. En el carácter y porte sobrio, existe más que una huella de “nuestra raza libre y testaruda” como reza una poesía dialectal que le enseñó la abuela Rosa Margarita al niño Giorgio, aprendida de memoria y nunca más olvidada; aquella abuela nacida en un pueblito de mi diócesis de Acqui, que había enseñado al nieto el dialecto piamontés y los primeros y sólidos principios de la fe cuya sabiduría del corazón emerge en las homilías del nieto pontífice que tienen el buen aroma del pan hecho en casa.
El Papa Francisco ni si quiera debe citar el Concilio y no lo cita, otros los deben hacer y a cada rato, él no, porque él es Concilio encarnado. En su estilo y en sus palabras, encontramos la eclesiología del Concilio, la atención premurosa al mundo y a los últimos. Finalmente cesaron aquellas diatribas y aquellas disquisiciones tan bizantinas acerca de las distintas hermenéuticas de quienes son los pobres: espirituales o materiales.
El don más preciado que el papado vuelve a ofrecernos es el más impalpable, es una mezcla de esperanza y de alegría. Un don, como el amor, que cuando se comparte no se acaba, sino que se desarrolla y crece; un don que gozan juntos los cristianos practicantes, los que están a la puerta a ver qué pasa y también los no creyentes. Estamos aprendiendo con Papa Francisco a soñar una Iglesia pobre y para los pobres, ideal de maravillosos soñadores como Monseñor Helder Camara, Monseñor Arnulfo Romero, Monseñor Gerardo Valencia, Padre Álvaro Ulcué y muchos otros… un ideal de Iglesia hasta ayer vilipendiado por muchos, como una ilusión, en los límites de una herejía.