Historia de la vida

27 diciembre 2022 12:53 am

Compartir:

Por Julio César Londoño

Un día, hace 4.000 millones de años, un grupo de moléculas inertes formó la primera célula, materia animada y capaz de autoclonarse, «un Adán microscópico, simple y perfecto, con cuerpo de bacteria y corazón de ADN».

Una noche, dos bacterias –atraídas quizá por la fuerza de gravedad del amor– formaron la primera criatura unicelular compuesta. Mil millones de años después varios unicelulares se fundieron en un organismo multicelular, un pite capaz de organizar sus células en tejidos y los tejidos en órganos, y bifurcarse en géneros: el macho y la hembra. Los suspiros, los jadeos, las grandes pasiones, las pequeñas mezquindades y los secretos heroísmos del amor tuvieron allí su origen.

Desvelados alquimistas verdes, los vegetales descubrieron la fotosíntesis, transmutaron la luz del sol en sustancias orgánicas y blindaron con ozono la atmósfera del planeta. Entonces la mañana fue azul y la tarde naranja.

Entre tanto, habían surgido en los animales unas células muy despiertas, las neuronas, y con ellas un órgano inédito, el cerebro. Aunque feo, podía coordinar las funciones de los otros órganos. Y recordar. Imaginar. Inventar canciones. Mentir.

Además de la memoria colectiva, el ADN, ahora los animales tenían una memoria individual y disponían de una herencia más veloz que la genética, la cultural. Ya eran posibles el aprendizaje y la enseñanza.

Hace 600 millones de años nuestros abuelos acuáticos se armaron de esqueleto, aprendieron a respirar el oxígeno del aire, reptaron por las playas y esculpieron un objeto revolucionario, el huevo amniótico. Antes los huevos eran sólo yema, la cuna del embrión; estas burbujas de gelatina amarilla flotaban en el mar, los ríos o las charcas, que hacían las veces de la clara, la sustancia que proporciona los nutrientes que el embrión requiere. La genialidad de estos primeros reptiles consistió en juntar la yema y el mar en un empaque bello, seguro y permeable a los gases, el huevo de cada día. Fue un invento de los que hacen época: los reptiles no tuvieron que regresar al agua a desovar, y conquistaron la tierra.

Con el paso del tiempo, las escamas de estos reptiles se fueron dulcificando. Unas se volvieron plumas y alzaron el vuelo. Otras fueron pelo suave y tibio, como incitando caricias. Los pájaros y los mamíferos entran en escena.

Esto sucedía hace 230 millones de años, la tierra estaba formada por un solo continente, Pangea, y un océano, Panthalasa; las estrellas no tenían nombre y el pecado, sal de la vida, no existía porque nuestros antepasados eran animales inocentes en cuyo cerebro, milagro fisiológico, aún no se producía la conciencia, esa operación metafísica.

Hace dos millones de años, los prehomínidos empezaron a divergir de sus parientes los primates. Como vivían en los árboles, habían desarrollado visión estereoscópica y manos muy diestras, y descubierto las ventajas de amamantar a las crías con jugos de sus propias entrañas. Una noche el homínido bajó de los árboles, se irguió, vio las estrellas, una por una… y una vibración anómala estremeció su cerebro. Algo del animal murió esa noche y otra entidad ocupó su lugar. Al día siguiente se despertó con una canción en los labios. Había nacido el lenguaje.

Nota. Casi toda la información de este artículo fue tomada –quizá plagiada sea más preciso– del ensayo "Principio y fin" de Antonio Vélez, uno de los más destacados autores de divulgación contemporáneos.

El Quindiano le recomienda

Anuncio intermedio contenido