Julio César Londoño
En el cuento “Tres versiones de Judas”, Borges compulsa opiniones sobre la famosa traición. Thomas De Quincey, nos dice el narrador, “especuló que Judas entregó a Jesús para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma”. Jesús sería una pieza sacrificada por Judas para buscar la liberación del pueblo de Israel.
En el cuento interviene un teólogo (¿un alter ego de Borges?), Nils Runeberg: era innecesario que Judas señalara a Jesús, un mago ya famoso que predicaba en la sinagoga y obraba milagros ante muchedumbres. ¿Para qué necesitaba Roma los servicios de inteligencia de un apóstol traidor?
El narrador del cuento descarta también que Judas obrara movido por el brillo de las 30 monedas de plata. Recordemos que Judas no era un apóstol cualquiera; fue elegido por Dios para anunciar el reino de los cielos, sanar enfermos, limpiar leprosos, resucitar muertos y expulsar demonios. (Mateo 10:7-8; Lucas 9:1). “Imputar su crimen a la codicia es resignarse al móvil más torpe”, comenta el narrador.
Entonces Runeberg (o Borges) lanza una tesis herética y espectacular: Dios se hizo hombre para humillarse y purgar las infamias del Padre consignadas en el prontuario del Antiguo Testamento. Pero el papel de “salvador” es heroico, no tiene nada de sacrificio. ¡Jesús sale en hombros! En realidad Jesús encarnó un papel infame, el papel del traidor. Ergo, Judas es el verdadero hijo de Dios.
Varios comentaristas, entre estos Albert Camus, imaginan que Jesús vivió preso de culpas por los pecados del Padre. Dormía mal porque en las noches lo acosaba la visión de una muchedumbre de niños sin cabeza. Entonces desafió a los fariseos, provocó el recelo de un imperio y despreció las oportunidades de salvación que le brindaron Herodes y Pilatos hasta que encontró al fin reposo en la cruz.
El retrato de Jesús de Marguerite Yourcenar es extraordinario. “Aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban (…) Era feo como el dolor; estaba sucio como el pecado”. Magdalena cayó de rodillas ante Él pero muy pronto comprendió que no podía manipularlo porque no le cabía una culpa más. El hijo del carpintero expiaba los malos cálculos del Padre Eterno (Eva se le salió del libreto muy temprano) y no podía borrar de sus noches el llanto de los miles de niños degollados por órdenes de Herodes.
Ella lo odió porque le había robado el amor de Juan el Bautista (Juan no consumó su matrimonio con Magdalena por seguir a Jesús). A Jesús lo enterneció el odio de esa muchacha altanera, inventó números mágicos para verla reír, la defendió de las piedras de los hombres y fue a la casa de Lázaro, el hermano de Magdalena, tocó el cadáver y le devolvió la vida. Entonces Magdalena se rindió y lo quiso como a nadie, pero luego volvió a odiarlo porque nunca puso sobre ella las manos que hicieron el sol y las estrellas.
Tampoco le perdonó la macabra broma de “morir” en la cruz, ni la breve alegría de la resurrección, ni la cobarde huida al cielo, y escupió su rencor: “Él no me salvó de la muerte ni del mal ni del crimen ni del pecado, solo me salvó de la felicidad”. (Fuegos, Marguerite Yourcenar).
* El chiste de Sabina es una blasfemia de putañero: Magdalena sedujo a Dios “y nunca le cobró”.
** Algunos sociólogos consideran a Magdalena la primera feminista de la historia.
*** Pilatos hace un gesto y Jesús desaparece. Jesús hace un gesto y Roma es el Vaticano. Frente a este portento, todos los milagros son números de feria.