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La máquina de versificar

16 abril 2023 10:24 pm
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Julio César Londoño

Sigue sonando en los diarios la inteligencia artificial (IA), el signo de la cuarta revolución industrial. Grosso modo, la secuencia es: máquinas de vapor (agua + fuego); electricidad, electrones en movimiento; el computador, una máquina programable multitareas, y la IA, un engendro capaz de devolvernos la mirada.

Aunque ya había producido aplicaciones tan asombrosas como el GPS y la computación en la nube, ahora la IA da un salto glamuroso y diseña cualquier cosa. Podemos pedirle que dibuje un aviso vintage de lencería de alta costura un tris obsceno, pero su producto más chic es la redacción de ensayos. En segundos, estas aplicaciones “ensayan” lo que sea: el tiempo, la felicidad, Dios, el cambio climático o el secreto último de la seducción.

No son ensayos literarios, artefactos que requieren buena prosa y conjeturas sorpresivas. Por ahora, los contenidos son previsibles y cautelosos. No hay humor ni ironía (las máquinas son inocentes). Si les pedimos un ensayo poético sobre el agua, digamos, prodigan flores, alebrestan pájaros, sueltan ríos cantarinos, intercalan un par de obviedades científicas y estampan, orgullosas, un punto final rotundo. Las máquinas escriben como lo haría un profesor de español, si escribiera.

¿Por qué, entonces, tanto asombro ante los textos de las máquinas? Porque la IA es una criatura lista, su sintaxis es aceptable y los contenidos son coherentes; pero sobre todo porque la escritura no es el fuerte de la especie. O de la escuela. El 60 % de los jóvenes del mundo no alcanza los niveles mínimos de las competencias lectoras esperadas (Unesco, 2017). Como las torpezas se agudizan con los años, la incompetencia debe rondar el 90 % en la población adulta. No hay cifras de esta cohorte, pero basta con mirar sus ídolos (Trump, Bukele…) para abandonar toda esperanza.

Pero no descendamos tanto, remontemos el asunto.

La búsqueda del algoritmo de la creación literaria es antigua (viene de la Grecia clásica) y moderna porque reúne números y letras. En su Poética, Aristóteles observó que los buenos dramas tenían tres unidades: de tiempo, de espacio y de asunto. La acción debe transcurrir en solo un intervalo de tiempo (máximo un año), en una misma locación y contar solo una historia. Shakespeare y los dramaturgos isabelinos descubrieron que la violación de estas reglas generaba interesantes posibilidades dramáticas.

En el siglo XIII el sabio catalán Ramón Llull construyó su Ars magna et ultima, una máquina lógica compuesta de diales, palancas y un engranaje de ruedas dentadas. El artefacto, aseguraba Llull, podía calificar la verdad o la falsedad de las proposiciones teológicas puestas a su consideración.

Poe combinó horror y cálculo, un golpe de vista matemático de lo espantoso. Su Filosofía de la composición define con exactitud cuál es el asunto y las circunstancias más trágicas del poeta y el límite máximo de un buen poema, 200 versos (una sílaba más podía arruinar “la unidad de efecto”: el poema debe leerse en una sola sentada).

Asimov descubrió “Las tres leyes de la robótica”: 1, un robot no puede atacar a un ser humano. 2, debe obedecer las órdenes de los seres humanos… 3, excepto cuando las órdenes entren en conflicto con la primera ley.

Borges aseguró que el número de metáforas de buen cuño era pequeño pero suficiente. Valéry definió la poesía como un equilibrio preciso entre el sentido y el sonido (el equilibrio también es matemático porque encierra una igualdad).

Borges y Llinás, románticos ambos, dijeron que las máquinas jamás pensarán como los seres humanos porque carecen de contexto emocional. Son criaturas vacías.

Hasta que Deep Blue aplastó con solvencia artística al campeón del mundo, los ajedrecistas pensaban que las máquinas jamás jugarían bien el juego-ciencia.

Los escritores creen que el ensayo literario es un punto imposible para la IA. Después de la hazaña de Deep Blue, sabemos que las máquinas son capaces de todo. No me sorprendería que mañana escriban ensayos tan sofisticados como “La muerte de las catedrales”, “Borges y yo”, “El ratón, la mosca y el hombre”, o una demoledora injuria en verso contra ellas mismas.

* No es muy preocupante que los algoritmos nos dejen sin trabajo. Cuando llegue el día, me dedicaré solo a leer, una actividad más divertida, más civil, menos pedante que la del escritor.

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