Para algunos las redes son lo máximo, el ágora contemporánea, un aleph líquido, el punto que contiene todos los puntos. Para otros, un vasto mar de babas, una biblioteca desordenada, un foro sin agenda ni moderador, el sitio donde cualquier idiota puede decir lo que se le antoje. Entre líneas parecen sugerir que sólo ellos y un puñado de elegidos tienen derecho a opinar en las redes.
Nota. Cuando cedemos a la tentación de escribir la palabra “idiota”, lo que sigue es, en el 97% de los casos, una idiotez. Es como un corolario maldito del teorema de la maldición del que escupe hacia arriba.
En las redes hay de todo, genios y gente normal, jóvenes y viejos, frivolidades y asuntos trascendentes, pero es bueno recordar que las fronteras entre estos campos son difusas, no líneas nítidas. Las personas de 40 años no son viejos ni jóvenes. Con frecuencia los genios emiten bobadas, y las frivolidades pueden ser, también, asuntos trascendentes —por ejemplo, la moda y el mundo del espectáculo—
A los viejos nos molesta que los jóvenes vivan pendientes del celular. En realidad nos molesta todo lo que significan, todo lo que nos enrostran con su sola presencia: la belleza, la esbeltez, la infinita cantidad de tiempo de que disponen, la sospecha de que fornican como animales magníficos. A ellos les molestan las normas que les imponemos; envidian nuestra billetera, quizá nuestra experiencia… y pocas cosas más.
Hace unos años era elogioso decir que alguien vivía clavado en los libros. Ahora la expresión “viven clavados en las pantallas” es fatal. Significa que estamos ante una generación que no tiene vida real, que son hordas de zombis, hikikomoris insomnes, fantasmas de la era del silicio, ectoplasmas con cédula pero sin ciudadanía.
Es probable que muchos de ellos solo estén quemando datos y minutos, sí, pero es probable que esa persona que va ahí, joven o viejo, esté invirtiendo muy bien su tiempo. Puede estar flotando en una nube mientras chatea con su amada. Si es joven, puede estar leyendo información sofisticada: genética, economía, artes, física de partículas, cálculo de variaciones o algo sobre “la cosa en sí” de Kant, expresión que lo llevará a pensar otra vez en su amada. Todos estos son temas juveniles porque, como es sabido, los adultos manejamos solo información burocrática y nuestra operación matemática más sofisticada es la regla de tres.
Es verdad que los jóvenes no se detienen mucho en un solo tema, como hacíamos, cuando jóvenes, los jóvenes de dos generaciones atrás, que fuimos quizá más profundos. Hoy los jóvenes van rápido. Tal vez demasiado. Lo suyo es el surfing, el zapping, la multimedia, el hipertexto… pero nada nos permite asegurar que estos sean caminos equivocados. Pueden ser buenos atajos. ¿Quién dice que no? (En “Los bárbaros, ensayo sobre la mutación”, Alessandro Baricco se aparta de la manida posición de los críticos de “la sociedad del espectáculo” y analiza sin pedanterías los hábitos culturales de la juventud contemporánea).
En lo que a mí respecta, no me siento con autoridad para darles consejos. Al fin y al cabo, nosotros, “los profundos”, somos corresponsables de la plutocracia, el consumismo y el deterioro ambiental; de varios holocaustos y de ningún paraíso.
Podemos darle un giro de 180° a esta columna y hacer un elogio de la vejez, claro. Argumentos sobran. Basta recordar que los jóvenes y los viejos no son razas distintas, y que un joven aplicado y generoso hoy será mañana un viejo extraordinario, un capital social invaluable. Pero sería repetir obviedades. Por eso consideré más pertinente quebrar una lanza por los jóvenes, en particular por esos que viven fascinados por las pantallas.