Julio César Londoño
El hombre tiene tres miradas, tres maneras de ser en el mundo. Utiliza la mirada científica para medir y oler las cosas y descifrarlas. Sabe cuán leve resulta la fragancia de una rosa y cuánto gravita una culpa en la memoria. Con la actitud religiosa se prosterna y sacraliza el universo, conjura sus demonios y halaga a sus dioses, deidades irascibles que conviene aplacar con sahumerios y plegarias. El color de la mirada del artista depende del color de la bilis del día: a veces celebra la vida y a veces la maldice porque es solo un hombre, no un reloj de sol que apenas registra las horas felices.
Aunque me tienta el arte y los días impares recibo el soplo de los ángeles del estilo, confío más en la ciencia porque es menos pretenciosa. Su definición no puede ser más humilde: la ciencia es lo falsable, lo que puede ser refutado, al contrario de las religiones, cuyos modelos del mundo (las cosmologías y los mitos) son divinos, es decir, perfectos… y por lo tanto sospechosos. Cuando usted vea algo muy ordenado o muy limpio, levante las alfombras, por ejemplo, las de los países del primer mundo. Cuánto respeto por la ley, cuánto orden. ¡Qué nivel de vida! Ah, la educación finlandesa. Ah, la pena de muerte singapurense. En el primer mundo es delito poner música por encima de 85,3 decibeles. Tienen máquinas para despegar los chicles de los andenes. ¡Gas!
Ellos, los olímpicos, nos miran con una mezcla inédita de asco y compasión. Allá todo es muy limpio porque sus cloacas están acá, en el tercer mundo. Todas las pestes —el lavado de activos a gran escala, la producción masiva de refugiados, la minería industrial y rampante sin normas ambientales, la tala de árboles con sierras gigantescas y tanques-oruga, las megacoimas, las utilidades gruesas del narcotráfico, el 80 o 90 % de la contaminación del planeta, la industria de las armas, las ojivas nucleares, la banca multilateral—, todas las macroplagas tienen su casa matriz en los países del primer mundo. Allá, en los reinos del orden, en la cuna de la civilización, en los manantiales de la sabiduría.
En el tercer mundo hay élites primermundistas. Sus almitas son criollas pero sus modales y sus sueños y hasta sus títulos son de Miami. Viven acá por una maldición del Destino, que es ciego y chambón. Aceptan que Colombia es un mierda hasta cuando alguien ajeno a los clanes regionales propone cambiarla. Entonces pegan el grito al cielo, amenazan con cerrar sus filantrópicas empresas y largarse a Miami. Pero se quedan. Aceptan que el sistema necesita reformas estructurales, pero solo aprueban reformas superficiales. Cosméticas. El dogma es uno: el Estado y los usuarios ponen el billete y la empresa privada lo administra en su sabiduría, pero no tiene por qué rendirles cuentas a los inmundos políticos, dicen los senadores, los empresarios y los políticos.
Los clanes y los amantes del orden aceptan que los policías son un poco rudos. Entonces, ahí sí, toman decisiones de fondo y cambian los uniformes de los policías para que luzcan tan apuestos como los policías de Miami. (Nota: será casual que “cosmética” venga de “cosmos”, que significa “orden”).
El “perfeccionista” es un sujeto autoritario, un asesino en potencia, dicen Freud, Londoño et al. Y puede ser incluso de izquierda. Recordemos que en la Unión Soviética, un sistema perfecto, el disidente era culpable por definición, un individualista, un execrable pequeñoburgués que no encajaba en los nobles modelos del padrecito Stalin. Por fortuna ese modelo fracasó y ahora vivimos en el mejor de los mundos posibles, ese que tiene el glamur de Miami y que arrasa en las elecciones tercermundistas.