Uno quiere que los sucesos y los fenómenos sean juiciosos: que si A implica B y B implica C, entonces A implique C siempre. Nos tranquiliza pensar que los aviones, las obras civiles y los que nos deben plata cumplirán puntualmente un orden lógico.
El placer de ordenar el mundo en sistemas lógicos es de naturaleza estética, escribe Thomas Mann en el primer párrafo de su Schopenhauer. Sin embargo, nos fascina la paradoja, un resultado que va en contravía de la lógica. La paradoja es una verdad que parece falsa: una bola de madera cae tan rápido como una bola de hierro; hay vida inteligente incluso en la Tierra.
Algunos sospechan que los enunciados de la filosofía y de las ciencias son tautológicos (obviedades con ropajes caros) o contradicciones. Para Fernando Vallejo, por ejemplo, las leyes de la selección natural son solo tautologías con prestigio. Si una especie sobrevive, es la más fuerte. Si se extinguió, no era tan fuerte.
Con todo, la tautología y la paradoja son razonables. Al final del día las tautologías nos revelan cosas a los que no somos tan listos como Vallejo, y la razón desenreda la “ilógica” de la paradoja.
La contradicción, en cambio, nos produce un desasosiego metafísico. Nos cortocircuita el pensamiento porque Aristóteles nos enseñó que una cosa es o no es. Sin rollos. Las cosas son blancas o negras. Punto. Claro, él conocía los grises, no era tonto, pero se dijo, vamos por partes, empecemos por Lógica Uno porque los griegos somos elementales: creemos en dioses y somos esclavistas, machistas y platónicos. Lunáticos.
Hay contradicciones útiles, sí: por “reducción al absurdo” podemos demostrar que una proposición es falsa porque implica una conclusión absurda. Tosca. Digo “tosca” porque hay contradicciones bellísimas. Es más, la esencia del ser humano es la contradicción: destruimos lo que amamos, vibramos con la tragedia, apenas soportamos la comedia y si algo nos define hoy es la indefinición: nuestra lógica es “borrosa”, nuestra ciencia es irónica (predice que no predecirá con mucha exactitud) y nuestra “razón” última es la emoción.
La mecánica cuántica es endiabladamente ilógica. Si usted entiende algún pasaje cuántico, significa que no ha entendido nada, dijo Schrödinger, el de la paradoja de “el gato de Schrödinger”.
El teorema de los teoremas, el de Gödel, demuestra que todos los sistemas lógicos son chuecos y que siempre lo serán. Si la matemática, piedra angular de las ciencias duras, es un corpus lógico imperfecto, ¿qué tan confiable es la ciencia?
¿Es muy grave esta situación? ¿Significa que vivimos en un mundo sin certezas, en un relativismo moral y cognitivo donde nada es bueno ni malo, falso ni verdadero? No, lo que se derrumbó son las bases de los absolutismos, las que aseguraban que había solo una moral, un solo Dios, un único sistema económico posible, razas superiores, una estética definitiva, verdades absolutas, constructos teóricos perfectos.
El absolutismo y su pariente el determinismo son responsables de buena parte de los horrores de la historia.
¿Pueden las nuevas lógicas traducir mejor nuestras ansiedades? Sin duda. Encajan muy bien con nuestra desquiciada esencia. No son aristotélicas porque no somos máquinas ni algoritmos. Vacilamos. Somos un animal excéntrico, exiliado y doble: tenemos un cerebro reptil y un cerebro mamífero.
A Aristóteles lo emocionarían nuestras “lógicas borrosas”. Reformularía el principio del tercero excluido, encontraría más razones para deslindarse del platonismo, sería más libre en lo moral y gozaría de una ebriedad matemática y feliz.