Los odios de Borges y Lugones

20 mayo 2024 2:25 am

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Julio César Londoño

 

La familia Borges regresó a Buenos Aires en 1921 luego de pasar siete años en Europa. (Eran tiempos raros: los argentinos paseaban en Europa y los italianos limpiaban inodoros en Buenos Aires). Jorge Luis Borges recuperó su ciudad y le escribió un libro conmovido, Fervor de Buenos Aires, aunque miró con desdén ultraísta la poesía local.

(El ultraísmo, movimiento de la vanguardia española, evitaba la rima y los adjetivos y adoraba la metáfora y la tipografía).

La figura estelar de la literatura argentina era Leopoldo Lugones, “un señor de 47 años y el único poeta que cargaba revólver”, anotó consternado a sus 22 años el joven Borges.

Todos los escritores de Buenos Aires buscaban la bendición de Lugones, que tenía efectos consagratorios. Borges no fue la excepción, la buscó, pero Lugones fue displicente con él, y Borges lo odió con furia maleva. Tomó el peor poema de Lugones, Chicas de octubre: “Ilusión que las alas tiende/ en un frágil moño de tul/ y al corazón sensible prende/ su insidioso alfiler azul”, y lo destrozó: “Poema blanco (y azul) lleno de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras lindezas de la jardinería y los talleres de corte y confección. A Lugones ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar. No mira nada con ojos de eternidad”.

Lugones rabió contra “el señorito de mamá Leonor” y lo retó a un duelo con pistolas, pero sus amigos le advirtieron que disparar contra un joven timorato y cegatón resultaba poco épico.

Borges lo odió con aplicación hasta el 18 de febrero de 1938, cuando Lugones tomó cianuro en un hotel llamado El Tropezón. Tenía 63 años, un lío con una jovencita, había escrito 47 poemas a la Luna, todos perfectos, pero andaba muy deprimido porque su hijo Polo Lugones, inspector de policía, estaba inventando la picana eléctrica.

Final del formulario

Borges ya lo extrañaba el 19 de febrero (perder un enemigo inteligente es una catástrofe) y escribió un obituario para la revista Sur: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma es decir la estricta verdad y es decir muy poco” (…) “Si los escritores rusos salen del capote de Gogol, los argentinos somos arena de las lunas de Lugones” (…) “Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones, que fue a su vez un tardío discípulo de Poe”.

Íntimamente, Borges sabía que varios de sus mejores poemas eran lugonianos y le rindió un tributo humilde y endecasílabo: “Cuando en Ginebra o Zúrich la fortuna/ quiso que yo también fuera poeta/ me impuse como todos la secreta/ obligación de definir la Luna. / Con una suerte de estudiosa pena/ agotaba modestas variaciones/ con el vivo temor de que Lugones/ ya hubiera usado el ámbar o la arena/”.

Nunca olvidó el desplante de Lugones. Fue una espina que solo pudo arrancar cuando la sublimó en el sueño que contó en el prólogo de su mejor libro, El hacedor. Borges sueña que entra al despacho de Lugones.

“Entro. Cambiamos unas palabras cordiales y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío, cosa que no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría. En este punto se deshace mi sueño como el agua en el agua (…) usted, Lugones, se mató a principios del 38. Mi vanidad y mi nostalgia armaron una escena imposible; así será, me digo, pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos, y la cronología se perderá en un orbe de símbolos, y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

En el fondo, ningún escritor odia a un buen escritor.

Julio César Londoño

 

La familia Borges regresó a Buenos Aires en 1921 luego de pasar siete años en Europa. (Eran tiempos raros: los argentinos paseaban en Europa y los italianos limpiaban inodoros en Buenos Aires). Jorge Luis Borges recuperó su ciudad y le escribió un libro conmovido, Fervor de Buenos Aires, aunque miró con desdén ultraísta la poesía local.

(El ultraísmo, movimiento de la vanguardia española, evitaba la rima y los adjetivos y adoraba la metáfora y la tipografía).

La figura estelar de la literatura argentina era Leopoldo Lugones, “un señor de 47 años y el único poeta que cargaba revólver”, anotó consternado a sus 22 años el joven Borges.

Todos los escritores de Buenos Aires buscaban la bendición de Lugones, que tenía efectos consagratorios. Borges no fue la excepción, la buscó, pero Lugones fue displicente con él, y Borges lo odió con furia maleva. Tomó el peor poema de Lugones, Chicas de octubre: “Ilusión que las alas tiende/ en un frágil moño de tul/ y al corazón sensible prende/ su insidioso alfiler azul”, y lo destrozó: “Poema blanco (y azul) lleno de lirios, moños, sedas, rosas y fuentes y otras lindezas de la jardinería y los talleres de corte y confección. A Lugones ninguna tarea intelectual le es extraña, salvo la de inventar. No mira nada con ojos de eternidad”.

Lugones rabió contra “el señorito de mamá Leonor” y lo retó a un duelo con pistolas, pero sus amigos le advirtieron que disparar contra un joven timorato y cegatón resultaba poco épico.

Borges lo odió con aplicación hasta el 18 de febrero de 1938, cuando Lugones tomó cianuro en un hotel llamado El Tropezón. Tenía 63 años, un lío con una jovencita, había escrito 47 poemas a la Luna, todos perfectos, pero andaba muy deprimido porque su hijo Polo Lugones, inspector de policía, estaba inventando la picana eléctrica.

Final del formulario

Borges ya lo extrañaba el 19 de febrero (perder un enemigo inteligente es una catástrofe) y escribió un obituario para la revista Sur: “Decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma es decir la estricta verdad y es decir muy poco” (…) “Si los escritores rusos salen del capote de Gogol, los argentinos somos arena de las lunas de Lugones” (…) “Yo sólo soy un tardío discípulo de Lugones, que fue a su vez un tardío discípulo de Poe”.

Íntimamente, Borges sabía que varios de sus mejores poemas eran lugonianos y le rindió un tributo humilde y endecasílabo: “Cuando en Ginebra o Zúrich la fortuna/ quiso que yo también fuera poeta/ me impuse como todos la secreta/ obligación de definir la Luna. / Con una suerte de estudiosa pena/ agotaba modestas variaciones/ con el vivo temor de que Lugones/ ya hubiera usado el ámbar o la arena/”.

Nunca olvidó el desplante de Lugones. Fue una espina que solo pudo arrancar cuando la sublimó en el sueño que contó en el prólogo de su mejor libro, El hacedor. Borges sueña que entra al despacho de Lugones.

“Entro. Cambiamos unas palabras cordiales y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío, cosa que no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría. En este punto se deshace mi sueño como el agua en el agua (…) usted, Lugones, se mató a principios del 38. Mi vanidad y mi nostalgia armaron una escena imposible; así será, me digo, pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos, y la cronología se perderá en un orbe de símbolos, y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

En el fondo, ningún escritor odia a un buen escritor.

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