La economía global está cambiando a gran velocidad, como resultado de las transformaciones tecnológicas de los últimos cuarenta años, y, por extensión, de los tres siglos transcurridos desde mediados de los años 1700. Las industrias más prósperas en los decenios de 1970-1980, como la automovilística y la textil, han vivido una transformación crítica, y las grandes áreas urbanas de Estados Unidos, Europa y Japón, fundamentalmente, han sido el escenario principal. Detroit, que durante aproximadamente un siglo fue el emblema del progreso económico norteamericano, con General Motors, Chrysler y Ford, ha estado por más de diez años sumida en la depresión y perdió más del 40% de su población, que se desplazó hacia ciudades intermedias más estables dentro de Michigan (como Grand Rapids o Lansing) o a estados con mejores proyecciones y una vocación diferente. Por todo el Medio Oeste y las Grandes Llanuras, la situación es parecida: vecindarios enteros desmantelados o deshabitados, centros comerciales convertidos en depósitos de materiales o basureros, e infinidad de fábricas paralizadas.
Entre tanto, las mayores megaregiones urbanas de Florida, el norte y sur de California, los Grandes Lagos, Cascadia, el Corredor de Arizona, el Triángulo de Texas o la Costa Este, se encuentran en todo su esplendor, por el papel dominante que las tecnologías de la información, la comunicación y el entretenimiento, junto con el sector servicios en todos sus órdenes, desempeñan en la creación y expansión de la riqueza. Un panorama similar se aprecia en ciudades españolas, alemanas o francesas, lo que significa que la tendencia es global. Algunos economistas la denominan desindustrialización, para explicar el fenómeno por el que las grandes industrias se debilitan o desaparecen, y nuevos sectores en la economía asumen el control, absorbiendo los empleos tradicionales. Pero otros autores y organismos encargados de tomar decisiones sobre la conducción del destino económico del mundo, hablan de la Cuarta Revolución Industrial, como en el caso del Foro Económico Mundial, que en 2016 publicó el documento The Future of Jobs (El Futuro del Empleo), y la actitud que proponen ante esta transformación es diferente a la de quienes sienten nostalgia por las gigantescas metalúrgicas y textileras de Medellín, que hoy han cedido terreno a nuevos espacios habitacionales, corporativos y comerciales.
La digitalización de la economía es una de las expresiones más acentuadas del cambio que el mundo está experimentando, y todas nuestras tareas y transacciones dependen hoy de dispositivos móviles, así como la producción de alimentos, la agricultura, las infraestructuras, los servicios de salud, la educación y el sistema financiero, no cesan de incorporar elementos como la inteligencia artificial o sensores y radares de toda clase, que procuran a las máquinas la habilidad de reconocer objetos y dialogar entre ellas, y hasta de interactuar con el individuo para ayudarle a realizar tareas complejas.
Una combinación de la capacidad de la Internet para acelerar la integración de las sociedades, con el auge de las fuentes alternativas de energía y el posicionamiento de las economías emergentes, está llevando a la globalización a su punto más culminante en la historia de la civilización. Hace tan solo veinte años, el panorama actual habría sido impensable, con las contradicciones ideológicas y conflictos propios de la Posguerra Fría. Hoy, parafraseando a Parag Khanna, autor de Conectografía: Mapear el futuro de la civilización mundial, el adagio “la Geografía es el destino” ha sido reemplazado por “la conectividad es el destino”.
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