A medida que el Medio Oriente recobra su importancia estratégica para las grandes potencias, el debate se ha renovado respecto al papel que éstas deberían desempeñar en la región. Primero, el reconocimiento, por parte del presidente estadounidense Donald Trump, de Jerusalén como la capital de Israel. Y en segundo lugar, la gira ultra rápida de Vladimir Putin, presidente de Rusia, por Siria, Egipto y Turquía. Para los espectadores desprevenidos o poco atentos al comportamiento de los estados en las relaciones internacionales, estos hechos no son más que jugadas diplomáticas de los dos líderes, con el propósito de obtener algún resultado urgente que les provea mayor popularidad o un repute en sondeos de opinión en sus países. Probablemente, las noticias de mañana cambien y la atención se desplazará hacia otro evento.
Desde luego, los gobernantes consideran a la opinión pública entre las variables que afectan sus decisiones, así que Trump y Putin, como representantes de dos de los mayores poderes de la actualidad, no escapan a esta tendencia. Donald Trump continúa enfrentando la oposición de los demócratas y de los grandes medios de comunicación. Por su parte, Putin se prepara para las elecciones presidenciales de 2018. Sin embargo, en la naturaleza de los actores internacionales con gran trascendencia, como en el caso de Rusia y los Estados Unidos, la política exterior y la acción diplomática no se orientan por los vientos del momento. Y justo ahí reside la gran diferencia entre la alta política y la baja política, entre lo local y lo global, entre los Estados Unidos y Honduras, o entre Rusia, China y, por ejemplo, Venezuela.
Su relevancia se encuentra en la capacidad que tienen para proyectar sus intereses en cada lugar, y en identificar los objetivos y los fines por los cuales llevarán a cabo tal o cual alianza. Su percepción del escenario internacional depende de algo de lo que carecen estados menores: están signados por su sentido de la civilización, de la cultura y de los valores que representan. De este modo, la presencia de Estados Unidos y de Rusia en el Medio Oriente no es nueva, ni obedece únicamente a la necesidad de sofocar tensiones pasajeras. Mientras la política exterior estadounidense busca fortalecer sus vínculos con Israel y Arabia Saudita, la de Rusia ha optado por enfocarse en Siria, Egipto, Turquía e Irán. Los dos expresan sus preocupaciones por la seguridad regional, la lucha contra el terrorismo, los acuerdos energéticos y nuevos intercambios comerciales, pero su perspectiva de los problemas es diferente: Estados Unidos y la Unión Europea pretenden transformar los sistemas políticos de los países sobre los que ejercen influencia, insistiendo en la democratización y los derechos humanos, en tanto que Rusia prefiere, como China, actuar con pragmatismo y atraerlos con su poder blando, sin esperar que dejen de ser dictaduras teocráticas.
En su ponencia El Pivote Geográfico de la Historia (1904), el gran geógrafo inglés Halford John Mackinder, explicaba el significado histórico de los grandes imperios y sus movilizaciones por Europa, la estepa eurasiática y el continente africano, formulando una ley determinista: “Quien controle Asia Central, dominará Eurasia. Quien controle Eurasia, dominará el mundo”. Entonces, el pulso actual entre Estados Unidos, Europa, China y Rusia sobre Medio Oriente, fue definido hace ya ciento trece años y constituye la estrategia que han decidido emprender por consolidar su poderío y conseguir el control de la Historia.