Los escándalos que han surgido en los últimos meses en el entorno de organizaciones no gubernamentales como Médicos sin Fronteras y Oxfam, por los casos de abusos sexuales, explotación de menores, trata de personas, malversación de fondos y otros delitos, además de su gravedad, están suscitando grandes cuestionamientos en la opinión pública global, tanto en las sociedades más avanzadas como en aquellas a donde se ha dirigido su intervención, sobre la utilidad de las entidades internacionales dedicadas a la provisión de ayuda humanitaria y, supuestamente, a la cooperación para el desarrollo.
A Oxfam y Médicos sin Fronteras se les han hecho dos tipos de reclamos: el primero y más común, o al que más espacio se ha dedicado en medios masivos de comunicación, es sobre la moralidad y compromiso real de estas organizaciones con los principios que promulgan, así como con las comunidades que han pretendido beneficiar en todo el mundo. En realidad, toda institución humana está expuesta a los vicios del poder y a la transgresión de los límites legales y éticos, sobre todo si su epicentro son las sociedades en donde el Estado ha colapsado o es eminentemente débil para cumplir con sus funciones esenciales.
El segundo reclamo es acerca de si materializan su propósito, que sería promover el mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones más vulnerables. Lo que se ha comprobado con Oxfam, tal vez la de mayor alcance entre las que desempeñan esta labor, es que su razón de ser y sus resultados son escasos, pues las comunidades impactadas por ella no han salido de la pobreza, y esto se debe a que sus directivos y la mayoría de sus funcionarios son propagandistas del anticapitalismo, con el correlato del estatismo como solución a todos los problemas de la vida social. Durante décadas han señalado a las multinacionales y a las empresas locales como culpables del atraso económico y social en África subsahariana, India, América Latina y el sudeste asiático, cuando la realidad demuestra que son justamente las empresas las que han transformado aldeas empobrecidas en lugares de oportunidad, generando un círculo virtuoso de emprendimiento y competencia, que conduce al desarrollo y la expansión de la riqueza.
En su libro En defensa del capitalismo global, el escritor sueco Johan Norberg recorre los países que se han volcado a la prosperidad, gracias a las reformas liberalizadoras de la economía y favorables a la iniciativa privada, pero advierte del gran negocio que para las ONG humanitarias representa la lucha contra la pobreza y, peor aún, la persistencia de los países en esa penosa situación. En el mundo de hoy, dictaduras, instituciones como Oxfam, Médicos sin Fronteras o Green Peace, y lobistas de toda clase, ganan millones de dólares predicando los males del mercado. En 2015, los asistentes a la conferencia anual del Acton Institute en Grand Rapids (Michigan), recibimos entre los materiales del evento el documental Poverty Inc., que denunciaba lo rentable que resulta para las organizaciones humanitarias y caritativas de Occidente, culpar al Capitalismo de la pobreza y el subdesarrollo, mientras dicen trabajar por los desposeídos y reciben sueldos extravagantes. Tal vez sea bueno para el mundo que estos escándalos empiecen a desbaratar el timo que ha creado la industria de la pobreza, para abrir el camino a los auténticos creadores de riqueza y oportunidades, que son las empresas y no las ineficientes burocracias internacionales.