Como con los clásicos de la moda, en el caso de los blue jeans o determinadas tendencias que se repiten cada cinco o diez años, en el ámbito de la política y de la competencia por el poder hay clásicos, con la diferencia de que en este las consecuencias de aplicar ciertas propuestas audaces, pueden ser trágicas para una sociedad. En pleno siglo XXI, inaugurando la Cuarta Revolución Industrial como nueva etapa de la globalización económica, en el momento de mayor progreso de toda la historia de la humanidad, el clásico de la expropiación ha regresado. En Colombia y Sudáfrica, dos países con gran potencial y peso relativo, con industrias interesantes y un sector servicios dinámico, incorporados en el club de las economías emergentes más prometedoras, algunos líderes políticos han vuelto a desempolvar de los manuales revolucionarios la vieja y única solución que se les ocurre como alternativa para el desarrollo.
En Colombia, el candidato presidencial Gustavo Petro insiste en que al ser nuestro país una de las mayores despensas agrícolas del mundo tropical, las tierras más fértiles y extensas deberían ser aprovechadas por el Estado, para incrementar la producción de alimentos y mejorar la productividad del campo. La razón: que hay millones de hectáreas desaprovechadas por sus propietarios y que no cumplen con la función social que la Constitución Política de 1991 les ha asignado. El discurso tradicional, otra vez de moda, incluso entre los millenials que ignoran casi todo en materia económica: la tenencia de la tierra en manos del Estado, pasando luego a millones de campesinos, se democratizaría y habría una auténtica revolución agraria.
Aunque Petro niega que su propuesta pretenda imitar la maravillosa experiencia venezolana, la realidad es que el Chavismo aplicó al pie de la letra las mismas ideas, a través de la ley Orgánica de Seguridad y Soberanía Alimentaria. Mediante esta ley, alrededor de cuatro millones de hectáreas de tierra fueron expropiadas y hacia 2011 ya habían sido nacionalizadas más de cien empresas del sector agroindustrial. El resultado fue el desplome dramático de la producción de alimentos, que ocasionó la disminución de la superficie destinada al cultivo de arroz en un 40%. O el caso de la famosa hacienda Bolívar, de 4.000 hectáreas, que producía 5.000 litros diarios de leche y al día de hoy produce solo 75.
Esta semana, el parlamento sudafricano comenzó a tramitar un proyecto para impulsar expropiaciones masivas a las tierras de propietarios blancos, sin mediar la debida indemnización o compensación. El objetivo, dicen los promotores de la iniciativa, es redistribuir la tierra y mejorar la productividad agraria del país. Igual que Colombia, Sudáfrica tiene un vecino que le aventaja en el afán expropiador, y es Zimbabwe. Desde su llegada al poder, a mediados de los años setenta, el dictador Robert Mugabe atacó decididamente a los propietarios blancos de tierras, expropiándolas o repartiéndolas entre amigos y allegados. Los resultados también fueron desastrosos: en noviembre de 2008, la hiperinflación del país llegó a 79.600’000.000% y la escasez y el desabastecimiento causaron una de las peores hambrunas que se hayan registrado. Aún con los datos y los ejemplos inmediatos, la ceguera ideológica y la ambición totalitaria impiden a estos líderes y a sus seguidores entender que solo el mercado puede generar riqueza y ser eficiente en la asignación de recursos, al punto de que persisten en reciclar la moda de la expropiación.