Por Álvaro Mejía Mejía
El exsacerdote Eduardo Mejía Mejía –mi hermano menor- fue el primer muerto del terremoto de Armenia que anunciaron las emisoras locales.
Para la comunidad de los barrios que conforman la parroquia Nuestra Señora de la Anunciación esta noticia era tan triste y lamentable, como todas las tragedias que se les juntaron aquella fatídica tarde del 25 de enero de 1999.
El padre era el principal líder de ese populoso sector. Un motivador y carismático que tenía una obra social al servicio de los más pobres y necesitados.
Mientras muchos lloraban su deceso, el padre Mejía permanecía vivo, pero soportando su propio calvario. Había perdido en el terremoto a parte de sus seres queridos.
Cuando la tarde caminaba hacia el poniente y los habitantes del barrio La Nueva Libertad y circunvecinos se encontraban acongojados y desesperanzados se toparon con una sorpresa inesperada. Un fantasma viviente aparecía entre ellos. El primero que lo vio grito: ¡el padre está vivo! Las gentes se fueron acercando y formaron tal romería que aquello parecía una procesión de semana santa.
El alma regresó a la comunidad y el padre, que había enjuagado sus lágrimas, estaba presto para iniciar una valiosa obra de reconstrucción. Constituyó una constructora, banco de herramientas y materiales, comedor comunitario, entrega de ayudas a los damnificados, etc.
Aún recuerdo -como olvidarlo- aquella mañana del viernes 29 de enero de 1999. Entre Eduardo y yo, ante la ausencia de personal en el cementerio Jardines de Armenia, tuvimos que utilizar una pala, para cubrir de tierra las cuatro tumbas de nuestros parientes (madre, hermano, tía y prima). Despedimos en silencio a los seres queridos. Ninguno de los hermanos lloró ni profirió gritos lastimeros. A lo lejos se escuchó una voz que dijo: “Ellos merecen una despedida digna, porque sus vidas fueron ejemplo de amor y virtud.”
Así fue como el padre Mejía le dijo hasta pronto a los de su sangre, para salir al encuentro de los habitantes de la comuna 5, donde ejercía su ministerio sacerdotal. La luz de los suyos le marcó un camino sin regreso hacia el servicio, a pesar de su duelo personal.
Como la frase atribuida a José Zorrilla para nuestra felicidad y la de la comunidad, los muertos que vos matáis gozan de buena salud.