Por Jhon Fáber Quintero Olaya
El origen de las multitudinarias marchas de la semana pasada fue el rechazo social y económico a una reforma tributaria en tiempos de pandemia. Diferentes líderes sociales, políticas y gremiales al unísono expresaban al Gobierno Nacional la inconveniencia de gravar la canasta familiar, los servicios públicos y en general la clase media del país. El cierre de empresas, la pérdida de empleo y el desconcierto generalizado por un tiempo atípico no era el mejor escenario para nuevas cargas tributarias, máxime cuando la última iniciativa en la materia data del 2019.
Sin embargo, con el paso de los días los motivos de las marchas mutaron, encontrando en las reivindicaciones históricas un mayor aliciente para llenar las calles de reclamaciones, canticos y las plazas con multitudes de ciudadanos. Los taxistas, los transportadores, los indígenas, los maestros, los jóvenes y en general diferentes personas cansadas del sistema político decidieron ejercer su derecho a la protesta. Ya no era suficiente la salida de un ministro o el retiro de un proyecto de Ley. Para el pueblo colombiano era necesario retomar una discusión política y social sobre sus eternas heridas, la cual estaba suspendida desde el 2019.
Este panorama altruista se vio opacado por la mancha de la violencia. Esa impronta negativa que ha caracterizado nuestra historia republicana estaba presente en una beligerancia que degradaba los justos reclamos del ayer y de hoy en un conflicto. Policías agrediendo ciudadanos, incursionando en templos académicos y capturando irregularmente a personas simplemente por pensar diferente. Estas aprehensiones fueron ilegales para los jueces de la República y la libertad de estos ciudadanos fue restituida. ¿Más congestión judicial por causas que no son delictuales?; ¿Se está utilizando el derecho penal como herramienta de presión frente a la protesta?
Sin duda la criminalización y estigmatización del marchante no es la respuesta a la ausencia de combustible o alimentos de primera necesidad. Tampoco puede ser aceptable que se prenda fuego a bienes públicos con policías adentro, que se dañen establecimientos de comercio de colombianos, es decir, quienes también hacen parte del pueblo. La afectación bélica de una infraestructura pública o privada no va a lograr un mejor entendimiento entre los lideres del paro y las autoridades. No es con una medición de fuerza como se resuelven los problemas que atañen a todos.
La desproporcionalidad en el uso de la fuerza del Estado requiere del mayor de los rechazos ciudadanos, pero los atentados contra miembros de la fuerza pública obligan a la misma reacción. La protesta no es una guerra y ninguno de nuestros congéneres es nuestro enemigo. La vida es sagrada y como nacionales debemos tener la capacidad de compartir nuestras diferencias, escucharnos y llegar a consensos para evitar la autodestrucción. La violencia solo genera una cadena infinita e ilimitada de odios que no va a solucionar de ninguna forma los problemas históricos que la sociedad pretende resolver.
Este es el momento de anteponer las emociones, las verdades absolutas de orden personal y construir una agenda organizada y desprovista de intereses personales, con el encuentro de viejos y nuevos liderazgos. Este es el momento de entender a quien piensa diferente, sentarse en la mesa con él y construir el futuro. La diferencia funda la democracia y el diálogo un camino para que no se pierdan más vidas, el país deje de arder y las justas reclamaciones sociales y económicas siembren las bases respuestas adecuadas.
Colombia arde hoy entre sus históricas heridas, quiero terminar con el anhelo del artículo 21 de la Carta Política, según el cual “la paz es un derecho y un deber de obligatorio de cumplimiento”.