Por Fáber Quintero Olaya
Todo es delito en Colombia, hasta morirse. El “homicidio por piedad” se encuentra contenido en el Código Penal como una conducta punible que era admisible sólo en determinados eventos terminales. La Corte Constitucional en sentencia C-233 de 20121 amplio el marco de comprensión de atipicidad de esta conducta cuando: “la conducta (i) sea efectuada por un médico, (ii) sea realizada con el consentimiento libre e informado, previo o posterior al diagnóstico, del sujeto pasivo del acto, y siempre que (iii) el paciente padezca un intenso sufrimiento físico o psíquico, proveniente de lesión corporal o enfermedad grave e incurable”. Es decir, ya no sólo es admisible la eutanasia en personas con enfermedades terminales.
Esta modificación jurisprudencial con un amplio asidero constitucional estuvo acompañada de un exhorto a los padres de la Patria para que “para que, en ejercicio de su potestad de configuración legislativa, avance en la protección del derecho fundamental a morir dignamente, con miras a eliminar las barreras aún existentes para el acceso efectivo a dicho derecho”. En este numeral recordó la Corte al Congreso que desde 1997 viene invitando al Parlamento para que cumpla su función legislativa en la materia. A la fecha vivimos con una omisión legislativa gravísima que implica una arriesgada intervención judicial.
En la semana que culmina, el Ministerio de Salud expresó que no tenía competencia para definir reglas en relación con el derecho a morir dignamente, habida cuenta que se trata de un asunto que se debe decantar a través de una ley estatutaria. Las premisas de esta cartera son parcialmente ciertas, por cuanto sólo el legislador puede constitucionalmente regular el ejercicio de un derecho fundamental. Sin embargo, al amparo de la doctrina constitucional y con base en la reglamentación vigente es posible que el Gobierno pueda mejorar la seguridad jurídica en la materia.
De igual manera, el Ministerio de Salud tiene la posibilidad de presentar un proyecto de Ley y garantizar el concurso político para que la muerte digna deje de ser un pecado y se convierta en un derecho. La extemporánea manifestación a la Corte de falta de competencia demuestra una cultura dilatoria apalancada en un ritualismo excesivo de origen legal y que solo deja inerme a los ciudadanos en condiciones de salud adversas. La sola decisión de dejar este mundo requiere de un heroísmo que, a mi no me acompaña, por lo que las barreras judiciales y administrativas para hacerla efectiva son totalmente inhumanas.
Es sorprendente como desde antes de finalizar el Siglo XX se venía discutiendo la necesidad de un marco regulatorio para el derecho a morir dignamente, pero el legislador ha sido sordo en una política normativa de avanzada y que permita a Colombia tener herramientas similares a las que ya existen en otros países. Muy seguramente nuestro Congreso está muy ocupado en la aprobación de leyes honoríficas o encamina sus esfuerzos a reformar reglas electorales en pleno proceso político. Entre tanto, la eutanasia y el aborto son alejados de las deliberaciones de nuestros representantes muy seguramente por los riesgos electorales que atañen a estos fenómenos sociales.
Los avances en estos temas han sido producto de demandas bien estructuradas y de jueces que entienden la eficacia directa de la Constitución y la importancia de los derechos fundamentales para la construcción de una mejor Nación. Casos como el de Marta Sepúlveda no hubieran tenido que esperar un fallo de tutela para el cumplimiento de la voluntad de su titular de contarse con una normativa pertinente, ajustada y con expresos mandatos para los obligados. No obstante, los jueces siguen siendo garantes de la Constitución y nuevamente en este caso refrendan la muerte digna como un derecho y no como un pecado. Los funcionarios judiciales parecen ser los faros de la democracia.