Por Jhon Fáber Quintero Olaya
La ley 996 de 2005 se expidió en una época de reformas constitucionales en materia electoral incluyendo la trascendental reelección presidencial. En ese momento se buscaba definir “un marco legal” para llevar a cabo el certamen democrático que definiera el solio de bolívar generando una atmosfera de igualdad que nunca fue posible ante las posibilidades que tiene un Presidente candidato. Sin embargo, esta normativa tenía ese “noble” propósito.
Sobre los desafíos de la reelección escribió en aquel año, es decir, el 2005 la Corte Constitucional que “La figura de la reelección en el país marca un cambio en las reglas de juego del ejercicio del poder y la democracia. En primer lugar, desde el punto de vista de la dinámica del ejercicio del poder, la reelección implica contradicciones que saltan a la vista”. Las palabras del juez constitucional fueron premonitorias de una medida que con el tiempo sería derogada, pero que hizo un daño significativo a la institucionalidad en el desequilibrio de poderes públicos, la alternancia en el poder y en forma más reciente la polarización del país.
No obstante, la reelección presidencial fue suprimida del ordenamiento jurídico en el año 2015 y su única herencia sobreviviente es la mal llamada “Ley de garantías electorales”. En forma paradójica, el testamento institucional fue recientemente remendado por los representantes de la misma filosofía de gobierno que diseñaron la reelección y la Ley 996 de 2005. En forma un tanto cuestionable se modificó transitoriamente esta normativa permitiendo la celebración de convenios interadministrativos entre la Nación y Entidades Territoriales por habilitación del artículo 124 de la Ley 2159 de 2021. Una ley de presupuesto que se ocupa de las garantías electorales bajo la justificación de la reactivación económica y deja de lado otras formas de dinamización de este importante sector.
Sin embargo, esta reciente modificación permite un importante debate alrededor de la utilidad de la Ley 996 de 2005. Los derechos de la oposición encuentran un estatuto especial condensado en la Ley 1909 de 2018 y el acto legislativo que la precedió. La reelección, como se dijo, ya no existe. Por ende, no tiene sentido que perdure una anacrónica normativa cuya efectividad es completamente discutible.
La concentración y el elevado número de contratos directos que deben celebrar las entidades públicas al comienzo de vigencia para cumplir con los tiempos límite de la “Ley de garantías” se aleja de los principios de planeación y responsabilidad de la actividad administrativa. El cúmulo de funciones que a cargo de la Nación y las entidades territoriales obliga a la celebración de diversos negocios jurídicos bajo esta modalidad de selección que encuentra truncada su normalidad por cuenta de una legislación que ya no cumple ningún propósito. Verbigracia, los convenios de transferencia en materia de subsidios o en el plan de intervención colectiva en salud son prestaciones que se ven acelerados o suspendidas por cuenta de esta preceptiva.
La anualidad presupuestal, con la apertura y cierre de presupuesto, hace que el caos sea mayor. Los procesos para poder codificar los nuevos presupuestos y clausurar los antiguos no son un tema simplemente de paso de tiempo o festividades decembrinas. Se trata de un arduo trabajo de las oficinas de hacienda que, en los tiempos de garantías electorales, tiene una presión maratónica para realizarse “a tiempo”. La apertura de presupuesto y el fantasma de “La ley de garantías” hacen de esta fiesta de comienzo de año una verdadera pesadilla.
Entre tanto, las nuevas plataformas de publicación contractual como el SECOP II se unen a la fiesta funcionando en forma rebelde. El trasnocho, las velas para que la tecnología ayude y la sincronía administrativa hacen de la “Ley de Garantías” un desastroso modelo aún existente en el país del sagrado corazón de Jesús. Una reforma estructural en esta materia es urgente, aunque el legislador anda en campaña, por lo que este es otro tema que queda en el congelador.