Jhon Fáber Quintero Olaya
Hace algunos días se reflexionaba en esta columna sobre la utilización de la tutela para discutir la legalidad de procedimientos electorales, es decir, los nombramientos y elecciones que se llevan a cabo en diferentes entidades. Ésta no es la única práctica a la que se viene recurriendo con fines dilatorios o desestabilización institucional. Cada vez es más frecuente la presentación de recusaciones o impedimentos con propósitos similares.
Los servidores públicos no pueden cumplir sus atribuciones con pretensiones privadas o favorecimiento una situación particular. En otras palabras, el objetivo de trabajar para el Estado es que siempre quienes lo representan cumplan sus atribuciones de manera objetiva e imparcial, máxime si tienen bajo su responsabilidad la posibilidad de imponer sanciones. El conflicto de intereses, al que puede verse sometido todo ciudadano, debe ser declarado oportunamente para evitar riesgos a la moralidad pública.
Cuando se presenta una situación que puede configurar un riesgo para una determinación ecuánime, es obligación de la persona cobijada con esta circunstancia manifestarlo, es decir, declararse impedida. En el evento de no realizarlo, una de las partes puede recusar. La Corte Constitucional evoca esta diferenciación cuando indica que: “Las figuras de impedimentos y de recusaciones se diferencian una de la otra en función de si es el juez o uno de los intervinientes el que pone en duda la imparcialidad del juzgador para resolver el proceso. Así, el impedimento tiene lugar cuando es el propio juez quien formula dicho cuestionamiento y lo pone a consideración del competente”[1]. Así las cosas, la finalidad de una y otra figura produce el mismo efecto.
Los conflictos de intereses son concretos, por lo que no se pueden asemejar a lo que constituyen inhabilidades e incompatibilidades. De igual forma, el impedimento no impide el acceso a un cargo público o su permanencia en él, pero sí el conocimiento específico del caso que ha generado el antagonismo. La no declaración de esta circunstancia constituye una falta disciplinaria.
Sin embargo, una cosa es que estas instituciones jurídicas sean valiosas y otra muy diferente que se utilice para torpedear procesos electorales. Es difícil pensar, por ejemplo, que toda una Junta Directiva o un Consejo Directivo se encuentren en una misma causal impeditiva porque no existen conflictos de intereses o recusaciones que sean institucionales. La regla general es que las causales que generan estos problemas son específicas y atañen a la individualidad del respectivo servidor público.
El rechazo de los impedimentos que sean temerarios o colegiados pareciera ser una salida doctrinal acorde a los principios constitucionales y a la estabilidad institucional. Ello no significa que su proposición, si tiene mérito, no deba ser discutida, pero sí que las autoridades administrativas deben tener herramientas para cuando se abusa de esta vía jurídica.
El acto electoral puede ser demandado y esa es la vía para exponer las irregularidades objetivas o subjetivas que pudiera tener cada procedimiento. Sin embargo, se requiere responsabilidad ciudadana para discernir este aspecto y acudir a los jueces en el momento oportuno sin postergar de mala fé un procedimiento que se sigue acorde a las reglas de juego. En un proceso de esta naturaleza siempre hay ganadores y perdedores, pero hasta en la guerra se deben seguir unos principios mínimos.
La interinidad institucional no está bien, como puede advertirse en este momento en la Fiscalía General de la Nación. La legalidad de la elección debe ser estudiada por los jueces y no postergada indefinidamente por conductas inapropiadas.
[1] Corte Constitucional, Sentencia T-305 de 2017, M.P. Aquiles Arrieta Gómez