Jhon Faber Quintero Olaya
La información fluye en el mundo actual casi a la par que la distorsión. La distinción de lo que es veraz y la simple difamación está a un clic de distancia y a potenciales réplicas de ciudadanos enojados con el sistema, con la vida o simplemente con la sociedad. La reflexión alrededor de los que vemos o escuchamos es cada día más escasa porque sólo importa la imagen que pasa del dispositivo al cerebro a la velocidad de la luz.
El derecho no es ajeno a este confuso panorama, al tiempo que las autoridades emiten actos administrativos por redes sociales o, incluso, reproducen noticias falsas con sendos propósitos particulares. Los despidos a través de medios de comunicación o las notificaciones por Twitter (hoy X) están a la vanguardia de un procedimiento administrativo que es más digital, pero también que genera más brechas de las que existían en el pasado. Las regiones donde la conectividad es escasa ven diezmadas sus oportunidades por cuenta de la nueva realidad impersonal y algunos servicios parecieran tener realidades paralelas. Uno de ellos es la justicia.
La presunción de inocencia o el derecho al buen nombre se diluyen en una acalorada discusión por Facebook u otra plataforma, al tiempo que las acciones de tutela por cuenta de rectificaciones son constantes en la judicatura del siglo XXI. El daño que se hace con la construcción quimérica no logra repararse integralmente, por lo que la sentencia muchas veces funciona simplemente como un mensaje simbólico. El control de la convicción colectiva, en ocasiones, no se define en los estrados.
Las veedurías ciudadanas a la gestión pública también han potencializado sus mecanismos de acción a través de las diferentes apuestas de gobierno en línea, pero los cambios en las diferentes páginas y la ausencia de capacitación ciudadana alrededor de las mismas son tan peligrosos como los anónimos que movilizan el aparato punitivo estatal. La atención de esta clase de acontecimientos sin autor requiere de recursos públicos y humanos, siendo mayoritariamente un desgaste. El ideal de los derechos ciudadanos es que el autor de queja o reclamo sea tan visible como lo deber ser un testigo en una audiencia.
La realización de reuniones o clases virtuales también modificó parcialmente los esquemas de enseñanza, pero con algunas consecuencias por la ausencia de transición en el modelo pedagógico. La presentación de demandas ya no requiere de largas filas y de atención por parte de un robusto equipo de servidores judiciales, sino que a través de cambiantes páginas se permite la radicación de estos importantes documentos. Los beneficios ambientales de la medida son considerables, pero también las críticas por la ausencia de equipos, plataformas y herramientas para el almacenamiento del expediente virtual.
La publicidad del nuevo esquema refuerza principios y valores constitucionales, pero los procesos de formación para la recepción documental, clasificación y remisión fue un verdadero paracaídas. Las investigaciones disciplinarias por cuenta del manejo de correos institucionales o las providencias signadas, pero no notificadas no se hicieron esperar y la ausencia de protocolos de atención digital demostró que en ocasiones los fenómenos sociales son más veloces que los jurídicos.
El derecho procesal en sus dimensiones procedimental y judicial se enfrentar a novedades que en el pasado no eran imaginables o que, tal vez, fungían como películas de ciencia ficción. La evolución del ser a partir de la reflexión marcará la diferencia de si seremos un producto jurídico de la tecnología o los amos de su destino. Estamos a un clic de la diferencia.