Roberto Estefan Chehab
Innegable: Colombia atraviesa la peor crisis global de su historia. Una cosecha ha crecido, venida de semillas de sufrimiento, hambre, privaciones básicas y cuyo fruto lo estamos palpando. La mayoría de las personas que han salido a protestar a las calles, nos representan a miles y miles con distintas inquietudes, pero un común denominador. Recuperar lo sano y erradicar lo dañado. Pero hay una población con historia de privaciones, sentimientos de angustia y hasta la ambivalencia de una culpa que realmente no les correspondía, en justicia soportar, por cuenta de una pobreza inexplicable en uno de los países más ricos y diversos del mundo. Cuando en las escuelas se enseña que Colombia tiene de todo: petróleo, oro, platino, esmeraldas, cobre, carbón, sílice; cuando se insiste en las lecciones de ciencias o geografía para que no se olvide la riqueza hidrográfica, el oxígeno, la diversidad de climas que garantizan riqueza infinita de recursos naturales, climas, niveles freáticos para proveer de alimentos salidos de nuestra propia tierra a todos y en abundancia. Cuando después de rendir la lección ante el maestro el niño regresa a casa, se encuentra la realidad de privaciones, hambre, precariedad en todo sentido; mamá agotada, papá ausente, o machista, embriagado, o desesperado por la presión del día a día, sin lograr superar el hambre, cuando todo eso hace carrera en los infantiles corazones ¿Quién carajos explica entonces lo inentendible? ¿Nadando en oro y ahogándonos en la pobreza? Entonces algo debe estar pudriendo las bases de esa patria llena de riqueza natural, un regalo de Dios. Aparecen algunos actores, que honran banderas de otros países y otros intereses, personales y otros valores que se alejan de la responsabilidad social: así, envenenan las aguas de nuestros ríos con mercurio y venenos, deforestan y aniquilan las selvas, los bosques, los nacimientos de agua; arrasan con la biodiversidad de grandes áreas y además arrinconan a sus pobladores, hasta sacarlos: compañías extranjeras, en contubernio con algunos “paisanos” colombianos “poderosos” con la anuencia de sendos gobernantes corruptos (ellos se buscan) blandiendo sus “concesiones” de ruina y desolación para la patria. Hasta esta parte de la historia, es bueno recordar que ese niño, creciendo en ese medio, llega a su barrio encontrándose con otros jóvenes que en medio de la desocupación y el abandono del Estado y la confusión angustiosa de los adultos, se han organizado en pandillas, en consumo de sustancias dañinas, manteniendo en sus corazones, así sea muy escondida, una llama de esperanza, de algún milagro que los rescate y les dé esperanza, que nunca llega: lo que rampa por ahí, es la oferta del enriquecimiento fácil a través del tráfico de drogas, unida a toda clase de vicios y acciones criminales corroyendo a las comunidades peor que un cáncer agresivamente metastásico. Obvio, muchos pueblerinos de cualquier origen son rodeados por malas personas que los meten en “el negocio” y como todo, con los mafiosos, una vez metidos no queda más remedio que arrodillarse ante ellos. Por ahí derecho, grupos conformados con el sueño de una revolución en pro de lograr su forma de ver una sociedad justa y equitativa, se “untan” del “estiércol del demonio” perdiendo sus nobles ideales al corromperse. La moral pública, legisla protegiendo lo malo y abandonando lo sano y los valores y principios se diluyen debilitando la cohesión y, claro, con semejante panorama ¿qué más se puede esperar? ¿Será que llegó el momento de entender que hay que revisar y reconstruir? sin violencia y destrucción hay espacio para todos los pensamientos en la misma mesa, negociar con humildad y definitivamente encontrar una nueva manera de vivir con justicia, compromiso y respeto, sin injusticias, sin envidias. No hay otro camino realmente viable, válido y de esperanza. Sin permitir que extremos se aprovechen del momento. El secreto es unirnos para salir juntos.