Roberto Estefan Chehab
Las personas nos diferenciamos del resto de la escala animal por el grado de evolución del sistema nervioso. Nuestro cerebro, con un neocórtex más evolucionado es determinante en ese sentido. Desde muy pequeños nos van enseñando una serie de normas y códigos que vamos asimilando, especialmente los conceptos del bien y el mal y lo que se nos está permitido, así como lo no adecuado e incluso censurable y prohibido. Es obvio que ese proceso es muy complejo pues necesita de un adecuado funcionamiento e integración anatomo-fisiológica del sustrato biológico, de tal manera que la capacidad de entender, procesar y generar las acciones o respuestas vayan siendo coherentes con el grado de evolución y desarrollo esperable para cada sujeto de acuerdo con su edad y su entorno. Cualquier factor que intervenga en ese complejo proceso va a alterar la respuesta del individuo y en esos casos es importante contar con una evaluación experta que dé luces alrededor de lo que pueda estar ocurriendo. Si damos por descontado que la persona tiene integridad y funcionalidad adecuadas en su biología, también podemos esperar que el aprendizaje no tenga mayor inconveniente. Cuando se aprende se modifican atributos los cuales pasan a formar parte del “modo de ser” de las personas. Un elemento absolutamente indispensable en la educación es el ejemplo, sano y coherente, evitando los dobles mensajes, la ambivalencia y la labilidad cuando de transmitir principios se trata. Los principios no se negocian. Respecto a la escala de valores, esta va ligada al tipo de comunidad o sociedad en la que se crece o se desenvuelve la persona y en esa línea hay variaciones, siempre alineadas al respeto y los límites que deben ser comunes para todos. Los niños aprenden a través de procesos de identificación, o sea de parecerse a sus mayores, generalmente lo que llamamos figuras parentales, y es obvio entender que para querer parecerse a alguien debe fluir un sentimiento afectivo fuerte, generalmente la idealización o admiración. Sin embargo, no siempre sucede así: muchas veces, por ejemplo, la identificación se da como una manera de defensa ante algo que está causando daño pero que no es fácil enfrentar por la sensación de inferioridad del niño frente a la persona que genera dicha emoción; así, ante un padre agresivo se “aprenderá” a ser agresivo para, al menos psicológicamente, no sentirse tan oprimido y maltratado. Esos procesos no se planean ni son conscientes, son automáticos y van “tallando” el carácter del ser humano. A pesar de todo, las personas, a diferencia de los demás animales de la escala biológica, tenemos una variante entre el impulso y la respuesta meramente instintiva; a eso se refiere la capacidad de razonar y por esa característica es posible hacer una pausa entre el impulso y la respuesta: entre mayor madurez más firme es esa salvadora actitud y por eso los seres humanos podemos convivir, asimilar y acatar las normas y leyes, respetar, contenernos y responder por nuestros actos. No se trata de un sencillo entrenamiento que sin refuerzo se pierde. Hay en la capacidad mente-espíritu una fuerza energética que es capaz de formar parte de la misma esencia humana que va determinado el arraigo de lo esculpido a través de la educación y las relaciones humanas. La impulsividad puede tener distintos orígenes: lo orgánico, en ese apartado se incluyen las drogas y el alcohol además de varias patologías, pero también lo temperamental. Lo orgánico es más dramático; lo temperamental se debe educar pues no es una excusa para la falta de control manifestar, sencillamente, que “no me puedo controlar” y con eso creer que esta disculpada la agresividad, la grosería o el irrespeto. Hay que ir forjando el carácter, como el artista va esculpiendo en su talla una obra hermosa y cuidar la salud e integridad del sistema evitando intoxicarlo y dañarlo.