Roberto Estefan Chehab
Aunque son muchos los retos, las dificultades e incluso el cansancio, que se presentan en el trasegar de la existencia, siempre hay un espacio que nos alimenta, nos recarga el alma y logra sacar una sonrisa que a veces creímos muy lejana.
Los niños son una maravilla, sus ocurrencias, su picardía y hasta uno que otro berrinche parecen un soplo del cielo en una casa. Cuando se es joven y se tienen los hijos pequeños, la responsabilidad de la crianza y el esfuerzo para que no les falte nada, además de la falta de experiencia hacen correr el riesgo de no entender la magnitud de la felicidad que hay presente.
Pero, cuando Dios nos regala la vida para ver a los nietos la dimensión es inconmensurable.
Todo se convierte en alegría, la casa es un inmenso espacio en el que pocas cosas materiales importan, sobre todo cuando se vuelven objetos de curiosidad a través de los cuales los niños inventan juegos que solo ellos entienden y le dan vida a cualquier cosa: los imanes de una nevera, el adorno de la mesa, los “carriles” del tapete; un tenedor se convierte en avión y una olla en batería que saca sonidos para acompañar la risa que les da cuando los “viejos” se tapan los oídos en señal de reclamo por el ruido que ellos no escuchan: su melodía está en una dimensión distinta.
Y si aparece la mascota de la casa, ver la ingenuidad con que se acercan pretendiendo entablar amistad es toda una lección de desparpajo y sutileza. Pero, cuando caminan por el jardín y descubren un árbol, es automática su nueva magia: le dan vida a todo, convirtiendo el tronco en el escondite de Blanca Nieves para que “la bruja malvada” no la encuentre o quizás ven pasar al lobo feroz en busca de la casa de la abuelita de caperucita y lo más alucinante es oírlos relatar con vehemencia y seguridad como eran las garras que le alcanzaron a ver a ese lobo que, al parecer de algunos adultos, es pura invención.
Y es que los niños que ven al lobo lo ven de verdad. Por eso, yerran los adultos cuando se atreven a descalificar ese pensamiento mágico y animista del niño.
Tan bueno que es volver a leer un cuento infantil y, actuarlo como si de realidad se tratara. Esas risas, esos “estremecimientos” de los niños cuando nos convertimos en personaje del cuento, son reacciones que nos transportan, más que a ellos, a una fantasía deliciosa.
Verlos recitar el “ángel de mi guarda” y concomitantemente observar cómo se transforma esa carita en un remanso de paz es maravilloso y una vez dormiditos provoca observarlos largo rato, quizás por la envidia que se siente al presenciar un sueño tan relajado después de un largo día de alegría, “peleas”, negociación para que coman lo que uno cree que deberían; en esos momentos de relativa paz en el hogar, poder disfrutar de una charla en familia, actualizar con los hijos, los tíos, los abuelos que hacía ya días no lograban reunirse: tal vez un juego de cartas, o un monopolio mientras se cuida el sueño de los “angelitos” que de pronto se interrumpe, avisando con un ruido solo percibido por mamá, quien pega un brinco y nos deja a todos atónitos.
De pronto aparece mamá con el chiquitín en brazos y obviamente se instala un nuevo jugador en la mesa: con el carrito que tiene en una mano y el osito en la otra convierte los naipes en un universo que solo el entiende. Entonces nuevamente el centro de todo cambia y él lo sabe.
Qué maravilla es la familia. Que bendición tan grande tenemos y como es de importante valorarla siempre pues como decían los abuelos, “es lo único que verdaderamente nos va quedando”. Hoy, en estos tiempos modernos, mucho se ha visto cambiar en ese sentido y sin embargo hay que insistir en proteger, amar y evitar que la familia se disocie.
Nada debería ser más importante en la vida familiar, que la unión y el amor, la solidaridad y el buen ejemplo porque definitivamente es el mejor espacio para nacer, crecer, vivir y también partir. En la familia se gesta la felicidad o la tristeza con que se afronta el devenir de la persona y la sociedad.