Porque nada es para siempre

2 febrero 2024 4:07 am

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Roberto Estefan Chehab                        

No nos enseñan a decir adiós, no nos educan para el cambio, no nos ayudan a entender la levedad que tenemos como humanos; desde muy niños nos dirigen por una senda que erróneamente parece segura. La vida se encarga de situarnos ante circunstancias que deberíamos enfrentar con el mínimo desgaste posible y, sin embargo, generalmente nuestros duelos irremediablemente deben transcurrir de forma maltratante en la mayoría de los casos. Hacemos asociaciones mentales y así transformamos en paradigmas asuntos que bien podrían entenderse de maneras muy diversas: por ejemplo, la muerte de un ser querido, la perdida de un bien preciado, el final de una relación importante. Lo que implique separarse de algo o alguien produce miedo a un sufrimiento que se supone inevitable ¿hay que sufrir el desprendimiento casi irracionalmente para luego ir entendiendo que probablemente lo ocurrido tenía una connotación más positiva? La tendencia a apegarnos y percibirlo como algo que forma parte de nosotros mismos es algo que frena procesos de evolución y progreso y es muy frecuente ver a personas que parecen “sembradas” en algo hasta el punto de considerar utópica la sola idea de algún cambio. A lo largo de mi camino he tenido que conversar sobre “morirse” con muchas personas que tienen esa realidad ante sí como algo muy próximo y es llamativo como se siente una actitud de aceptación en la mayoría de los casos. Quizás lo que genera algún miedo es la imposibilidad de saber como será el momento en que el espíritu se separa del cuerpo; también el miedo al dolor físico en los momentos finales y, en la esfera afectiva es evidente la tristeza por los seres queridos que quedan enfrentándose todavía a este mundo del que también partirán quien sabe cuándo. Nos produce terror la sola idea de despedir a alguien amado aun cuando esa persona haya aceptado su propia muerte. Hay gran ambivalencia en esos asuntos pues lo que parece ser protagonista en todos esos miedos es el sufrimiento propio, mas que el de la persona que está ad-portas de trascender a una dimensión distinta y desconocida. De un momento a otro el hecho de vivir casi es sinónimo de “sufrir” pues los que quedamos somos los que sufrimos, por estar vivos; el fallecido “pasó a mejor vida” o “dejo de sufrir”, “descansó”, es un común denominador de las expresiones en el instante de las despedidas. Vivimos la muerte como una derrota, como un sucumbir, como un fracaso a ser capaces de conservar la existencia y eso aumenta aún mas el dolor de los allegados. Resulta que la muerte no es un fracaso, ni un castigo, ni una perdida si se analiza en un contexto de un proceso normal en el que todos estamos en distintos momentos, pero orientados a un camino al que confluyen finalmente todas las vertientes: todos finalmente atravesaremos la misma salida. Es bueno aprender a amar sin las amarras de la necesidad del otro. Es bueno el compromiso, la lealtad y la entrega, pero de manera serena, conservando siempre el espacio propio que es el que nos queda cuando tengamos que afrontar un adiós. Es bueno entender que nada es para siempre, aunque nos produzca desasosiego la idea: nadie le pertenece a nadie y la vida como soplo mágico y misterioso es asunto de Dios. Los asuntos materiales son aún mas efímeros y no es sano arraigarse a ellos como algo indispensable para la tranquilidad y el equilibrio: es menester procurar la dignidad del pan de cada día, el techo y la salud, como lo básico y saber disfrutar con inteligencia y desprendimiento lo que venga y vaya por añadidura. No importa la marca, ni la moda, ni las vanidades, ni la competencia superflua, ni la arrogancia, ni el diploma o el cargo. La capacidad de disfrutar forma parte de la creatividad de cada uno. El amor propio y la autoestima, como la vida misma no pueden depender de terceros, así como el dolor tampoco. Aprendamos a vivir y morir siendo buenos seres humanos, independientes y serenos. [email protected]         

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