Por James Padilla Mottoa
Tengo un amigo de mucho tiempo atrás, de esos que fueron toda la vida amante del fútbol y quien siempre mostró como su más preciada credencial una impresionante colección de boletos de entrada al fútbol profesional en Armenia, tanto en el San José como en el Centenario.
Pasaron varios años y no lo había vuelto a sentir, hasta que me llamó esta semana para decirme que le agradaba escucharme de nuevo en un medio radial con Los Comandantes del Deporte. Y aprovechó para hablarme de fútbol, como es apenas natural. Eso sí, me reveló que hace como diez años que decidió no volver al estadio, desde que comenzó a imperar el modelo de la violencia impuesto por unos grupos de desadaptados en las tribunas del escenario.
Le contesté que era una pena y que, de todas maneras, esa es una situación común a todos los estadios de Colombia y Sudamérica, etc., etc. Mejor dicho, le largué un soberano discurso en aras de rescatar para el espectáculo futbolístico a un aficionado de charreteras, malogrado por el miedo que infunden estos descamisados que han pretendido apropiarse del fútbol.
Pese a mis esfuerzos, el hombre fue tajante en su negativa y agregó que seguiría oyendo los partidos del Quindío por radio, porque tampoco quiere darles la ganga a los señores de la televisión.
Debo confesar que me sentí frustrado y un poco en desacuerdo con mi amigo. Sin embargo, justo al otro día, cuando veía el partido por televisión, porque yo sí les doy la ganga, se presentaron los hechos bochornosos en el estadio Sierra Nevada de Santa Marta, en donde a poco más de diez minutos para la conclusión reglamentaria del juego, el local Unión Magdalena perdía 1 por 0 ante el Atlético Bucaramanga. Repentinamente fue invadida la cancha por una horda de fanáticos samarios, quienes pretendieron agredir a los jugadores de su equipo, molestos al parecer por el resultado y por lo que consideraron bajo rendimiento del conjunto. De inmediato se cuajó una verdadera batalla campal entre jugadores e invasores, lo cual obligó al árbitro Tabares a retirarse al vestuario, acompañado por los jugadores del "búcaro" y posteriormente a dar por concluido el partido, por falta de garantías.
Una triste y vergonzosa situación que tiene que mover a la reflexión porque entraña una amenaza constante para el espectáculo del fútbol, protagonizada por unos cuantos sujetos, que quieren hacerse pasar como aficionados. Unos individuos que han creído que ellos son dueños de los equipos, de los estadios; tipejos que irrespetan a jugadores, dirigentes, periodistas y todos los que encuentran en su camino. Están convencidos que ellos pueden agredir e imponer sus criterios, solamente porque una sociedad permisiva les ha dado el aval para que se arroguen facultades que no pueden tener.
Los aficionados pagan por una boleta para presenciar un espectáculo. Y tienen la facultad de protestar, rechiflar, gritar desde su asiento si ese espectáculo no los satisface. Pero pretender sembrar miedo con sus actitudes matonescas, buscando "apretar" a jugadores, directivos, técnicos y demás, eso sí es algo inconcebible en un ambiente que hasta hace unos años era de lo más lindo y tranquilo que uno podía encontrar en el fin de semana y digo fin de semana porque entonces los partidos sólo eran el domingo a las 3:30 de la tarde.
Y a todas estas, ¿qué han hecho las autoridades y el legislador para ponerle freno a un estado de cosas que puede llevar a una desnaturalización del fútbol profesional por sustracción de los buenos aficionados que han sido sustento de la actividad deportiva que es propiedad de todos nosotros? Un puñadito de vándalos nos han metido a los demás debajo de la cama.