James Padilla Mottoa
Esta semana me salgo de la sombra de mi columna para traerles un cuento de Semana Santa, con la venia del director:
Por causa que nunca quiso explicar, Enrique se había quedado solo y por eso buscó refugio en casa de su hermana Carmen, mujer casada y con firmes convicciones morales y religiosas. Había roto también sus vínculos con la iglesia católica por culpa de un cura viejo y godo que lo sacó del templo un domingo que participaba en la misa de once, con el único argumento de que "los cachiporros nada tienen que hacer en la casa del Señor".
Por eso aquella tarde de Jueves Santo se acicaló con mayor esmero para salir a divertirse un poco, desdeñando las advertencias de su hermana, quien le recordaba que era un tiempo sagrado en el que había que poner cuidado con las cosas que se hacían, so pena de caer en pecado mortal.
Al final de la tarde enrumbó sus pasos hacia la zona de tolerancia, la que encontró silenciosa y vacía. Escasamente se escuchaba el sonido tenue de la música que salía de una casa que persistía en la actividad pecaminosa, tratando de capturar algún cliente descreído como Enrique, quien saludó y se instaló en una mesa, pidiendo de paso un aguardiente grande, servido en vaso cervecero.
No había transcurrido mucho tiempo cuando el vano de la puerta que estaba en semipenumbra se llenó con el cuerpo cimbreante de una mujer espectacular, de unos 35 años, de cabello negro azabache que caía sobre sus hombros, tez cetrina y piernas bien torneadas que movía con elegancia inusitada para un lugar como aquel. En ese cuerpo voluptuoso todo el misterio que irradiaba se completaba con unos ojos negros de mirar profundo.
Nuestro hombre que se había instalado en el fondo del local, sintió una extraña sensación ante la presencia de ese monumento de mujer y de inmediato le salió al paso: "Hola hermosa, qué inmenso placer me causa tu visita". Ella respondió con una sonrisa cautivante y sin más vueltas le dijo con tono suave e insinuante: "Buenas, ¿podrías invitarme a un trago? Con una emoción que no podía disimular, le respondió disponiendo de una silla contigua a la suya en clara invitación a sentarse. Se sirvieron de una botella que pidieron y cuando la noche avanzaba ella tomó la palabra para decirle que aquello lo hacía excepcionalmente, sólo porque le parecía un hombre bueno y con un atractivo que no podía describir, pero que no quería seguir allí por más tiempo por lo que lo invitaba a que la acompañara a su casa, en donde podrían disfrutar de mayor libertad en ambiente de privacidad.
El hombre pensó alborozado, que definitivamente ese Jueves Santo era en verdad su día de suerte y que iba a derrochar esa suerte a sentidos llenos. Pagaron y salieron de inmediato y se fueron por la calle solitaria entre juegos y risas.
Unas cuadras más adelante, donde terminaban las casas del sector, apareció un paisaje que se adivinaba entre las sombras como un prado, matizado de arbustos y una casita muy blanca que estaba bien adentro. La entrada tenía una puerta metálica de barras puntiagudas que le daba un aspecto singular a aquel sitio. La mujer abrió la reja y lo invitó a pasar, con gesto amable. Caminaron, uno al lado del otro, varios metros y al llegar a la casita, extrañamente se abrió la puerta sin que la mujer interviniera. "Siempre la dejo sin llave porque no hay peligro de nada", dijo la mujer como tratando de justificar la facilidad con la que se abrió la puerta. "Pase, bien pueda", agregó enseguida y con un ademán le enseñó el interior que apenas estaba alumbrado por una lamparita de luz mortecina que pendía de un gancho instalado en la pared. Enrique entró con pasos vacilantes y con voz entrecortada sólo atinó a decir: "Bueno, ¿y entonces?…
"Siéntate", y le indicó una cama con sábanas muy blancas, con olor a limpio. Allí se sentaron los dos envueltos en un estrecho abrazo y retozaron en las delicias del amor surgido de ese encuentro casual. El cansancio y el efecto de los tragos consumidos lo fue sumiendo en un sopor que se convirtió en sueño profundo…
Los rayos del sol lo despertaron bien entrada la mañana. Sudando a mares porque el astro rey le pegaba de frente, sintió de pronto un escalofrío terrible: miró alrededor y descubrió con espanto que estaba tendido sobre una tumba blanca y sus ropas colgaban de una cruz negra que coronaba aquel nicho de muerte. Como pudo y a medio vestir salió corriendo y pensó en las advertencias de su hermana. Sólo entonces se dio cuenta que era cierto aquello de que a Dios hay que amarlo y respetarlo y, en consecuencia, andar muy lejos del pecado.